Feliz y cálido cuento minimalista sobre la necesidad de felicidad en nuestro tiempo de incomunicaciónCuando Wayne Wang nos cuenta un cuento, acierta. Y cuando acierta, no hay quien le gane. Consiguió una cinta brillante con Smoke (1995) gracias a ese cuento del último cuarto de hora, obra de su amigo Paul Auster, con quien acabó enfadado. Y consigue una pieza única, de orfebre, con este cuento llamado Mil años de oración, cinta de la que ahora se cumplen diez años; casi lo mejor de su carrera. Una anécdota: la obra supuso el esperado reencuentro entre Wang y Auster, quien le premió en el Festival de Cine de San Sebastián, donde hacía de jurado. Cuando Wayne Wang acierta, acierta, y gana el corazón de cualquiera.
Mil años de oración es un cuento oriental; esto es: minimalista, intimista, corto, sencillez sin sobresaltos. Nada de trampa ni cartón. Pinceladas calmas de un artista de la belleza. Wang se aleja de sus proyectos comerciales (¡bien por él y por nosotros!). Poco metraje y mucha esencia. Historia de imágenes y símbolos con un guion cargado de silencios explícitos.
El film narra el reencuentro entre padre e hija tras doce años. El Sr. Shi es viudo y vive en Beijin (Pekín); su única hija, Yilan, en Norteamérica, y acaba de divorciarse. Los dos están solos; falta el amor. El Sr. Shi (fantástico Henry O) se trasladará a Estados Unidos para ayudar a su hija a recobrarse del reciente desamor. En el fondo, el padre pretende que su hija recupere su matrimonio y rehaga su vida. Ella, que se ha hecho al mundo occidental, le evitará constantemente en un vacío de comunicación.
La insólita América deja perplejo al Sr. Shi. También los silencios con su hija. El viejo arriesgará y entrará en la ciudad, donde conocerá a Madam, una iraní ya mayor que huyó de la Revolución en su país. De ese encuentro de lenguas, tradiciones y creencias exóticas en tierra extraña, América, surge una amistad que sirve para vivir. Ello permitirá al Sr. Shi iniciar un recorrido hacia los lugares donde reside la felicidad.
Wang dota al guion de experiencia propia. El director es estadounidense, como Yilan, pero oriental, oriundo de Hong-Kong, como el padre. Pero Wang no entra en tópicos culturales ni caricaturas, aunque sabe aprovecharlas para la distensión. Wang usará las situaciones para proponer un viaje hacia la naturaleza humana; hacia lo común y lo diverso que hay en ella.
Soledad, incomunicación, necesidad de amor, y caída de las tradiciones que sostenían al ser humano. Mil años de oración ofrece un microcosmos del mundo actual. Hay que salvar puentes, hay que tenderlos, aunque cueste mil años, o una eternidad. El camino para el acercamiento y la comunicación es ineludible. Hay que recuperar lo humano. Tejer relaciones concretas que vayan a lo común y esencial. La espera de todo ser humano pasa por la relación con lo esencial de nuestra exigencia con la vida.
Como se dice en la cinta, uno puede ir a menos, divorciarse, emigrar y extrañar, pero nada impide empezar de nuevo a vivir un momento de ternura hacia la propia existencia. El acierto del film es reconocer que este camino lo despierta otro, la relación con lo otro que no soy yo con mis cosas. Ahí están como símbolo esas muñecas rusas que el genio de Wang usa como expresión del grito humano, de esa súplica que reclama a través de mil años que, por favor, sea posible ahora y siempre la felicidad.