Tras su estructura de película de monstruos gigantes, Shin Godzilla desarrolla una crítica muy punzante contra la parálisis política de JapónAquellos que tuvimos la suerte de disfrutar de la mesa redonda de la última edición de la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián en la que intervino Shinji Higuchi, codirector de Shin Godzilla –junto, por si a alguien le interesa, Noboru Iguchi, Tomoo Haraguchi, Yoshizaku Ishii y Minoru Kawasaki–, no sólo recibimos una clase magistral, llena de sentido del humor, de la (lamentable) situación de la industria cinematográfica japonesa.
También descubrimos el cariño, la admiración y la melancolía con la que todos esos cineastas hablaban de los kaiju eiga y los sentai –respectivamente, las películas de monstruos y las series de escuadrones con poderes a lo Power Rangers– de su infancia, y cómo ambos subgéneros están languideciendo por la falta de interés de los espectadores jóvenes.
Y es que, para los nipones, la franquicia Godzilla no solamente ha sido un entretenimiento para todos los públicos, lleno de disfraces de goma, maquetas detalladísimas y peleas a cámara lenta, sino también una serie continua de retratos, aunque fuera en segundo plano, sobre la sociedad de su época –y, en algunos casos, de notable agudeza y sorprendente carga crítica–. No es de extrañar, pues, que los momentos de decadencia de la serie hayan coincidido con aquéllos en los que su compañía de producción, Toho, ha rebajado al máximo posible cualquier carga sociopolítica. Lo que, en su última época, rozó el terreno de la parodia descerebrada hasta alcanzar su cénit en Godzilla: Final Wars.
Por eso, cuando Hideaki Anno recibió el encargo de repensar la franquicia y darle nuevos aires en Shin Godzilla, optó por fijarse en su trabajo para la popularísima serie de anime Neon Genesis Evangelion, y devolverle al mítico monstruo, con creces, toda su profunda significación como reflejo de los miedos y las angustias de la sociedad japonesa.
Con la vista puesta en la catástrofe de Fukushima y en el tsunami que azotó la costa de Tohoku –como ya explorara, por cierto, el británico Gareth Edwards en su occidentalizada versión del personaje–, Anno y Higuchi le devuelven a Godzilla su estatus de desastre natural, de personificación de los kami –los espíritus naturales japoneses–, ni buenos ni malos, simplemente imprevisibles.
Así pues, quien espere encontrar en Shin Godzilla un kaiju eiga de la vieja escuela se llevará un sonoro chasco, porque los intereses –y las intenciones– de sus directores van por otro lado. Anno coloca a la cámara más a ras de suelo que nunca, literal y metafóricamente, para centrarse –incluso más que la primera película de la franquicia, la seminal Japón bajo el terror del monstruo– en la reacción de la gente de a pie, pero sobre todo de los políticos, a la destrucción que el monstruo provoca a su paso.
Si la película se fija más en las conversaciones en despachos y pasillos que en los ataques de Godzilla es, sencillamente, porque a los autores del film les interesa profundizar en la parálisis política de su país, en sus excesos de burocracia y, sobre todo, en la ineficacia de unas estructuras sociales que todavía miran hacia la época de esplendor del Imperio del Sol Naciente.