Como perros salvajesBuena parte de los artistas estadounidenses podrían dividirse en dos categorías: los hombres de acción (Jackson Pollock, Norman Mailer o Samuel Fuller) y los espectadores (Edward Hopper, Raymond Carver o Frank Borzage).
Los primeros encuentran en el movimiento su razón de ser, entregados de forma frenética a lo que se traen entre manos; y los segundos son prisioneros del tiempo, nostálgicos que viven con la sensación de haber perdido algo esencial. Unos tienen una pistola en las manos y los otros intentan escribir un diario íntimo que alivie sus derivas existenciales. Son los dos hemisferios mentales de una sociedad debatiéndose entre contradicciones, alimentándose de pecado pero al mismo tiempo deseosa de ser redimida.
Aunque pretenda ser de los segundos, Paul Schrader también es de los primeros. Podría definirse como alguien atrapado entre la tradición y la modernidad, una especie de pintor barroco con impulsos expresionistas, un escritor de novelas hard-boiled de aliento existencialista, un cineasta debatiéndose entre Robert Bresson y el cine negro de serie B…
Su geografía mental la habitan chulos, delincuentes, camellos, militares fascistas, ex convictos y psicópatas; es decir, consumidores o productores de pornografía, prostitución, armas, drogas, cárceles, dolor y asesinato. Un mundo de animales nocturnos -como diría Tom Ford- en busca de luz.
Todo eso provoca en sus películas una tensión constante. La forma lucha contra el contenido sin conseguir establecer un equilibro entre ambos, sin que tampoco haya un claro vencedor. Y al final casi siempre da la sensación de que faltase algo en la traducción de las ideas al plano visual (algo que sólo ha conseguido hacer con éxito Martin Scorsese).
El problema de Schrader es que no sabe armonizar sus tensiones personales (su fundamentalismo laico, su puritanismo pornográfico o su violento pacifismo, conflictos muy comunes entre los norteamericanos), que le provocan convulsiones artísticas (relacionadas con sus inseguridades al dirigir, porque sabe que es un pésimo director de actores, porque tiene mal oído para la música, porque su concepción del color y la luz cuando poco es kitsch, y porque en sus películas todo el mundo tiene que sufrir y a las mujeres siempre les toca la peor parte). Hasta cierto punto, es el cineasta sórdido más elegante de la historia del cine norteamericano, y en el fondo hace películas para salvarse él mismo pero no para salvar a sus espectadores.
Como perros salvajes no sólo pone de relieve su irregular talento como director o las tendencias a la sobre actuación de Nicholas Cage y Willem Dafoe (el primero porque quizás le apetece divertirse desde que un día vio en el espejo a un cadáver paseándose por la historia del cine y el segundo porque le gusta experimentar aunque el tiro a veces le salga por la culata, como en este caso), también pone de relieve hasta qué punto Quentin Tarantino puede ser un cineasta interesante, pero eso no le libra de ser al mismo tiempo uno de los peores sarampiones de la historia del cine si alguien pretende imitarlo (se llame Tony Scott, Oliver Stone, Joe Carnahan o Guy Ritchie), y a la vez deja claro el desfase de ciertas concepciones narrativas de los 70 y los 80 cuando se trata de mantenerlas con vida sin preocuparse por actualizarlas.
Los personajes de esta película son tres tristes tigres, ex convictos con distintos grados de psicosis, gente a la que no te puedes tomar muy en serio porque desde muy pronto Schrader los deforma con su manera de observarlos. En ese sentido, las imágenes merecerían tumbarse en el sofá de un psicoanalista para tratar su permanente estado de ansiedad.
Si, por ejemplo, la cámara nos quiere decir que Mad Dog (Willem Dafoe) está loco, lo presenta a través una túrmix de pantallas segmentadas, colores saturados y un montaje vídeo clipero, estableciendo un paralelismo entre la televisión, las drogas y la mente del personaje poco antes de asesinar a su ex novia y a la hija de esta última. Y si quiere proporcionar luego protagonismo a Troy (Nicholas Cage), nos obliga a escuchar su voz en off aunque él no pueda narrar la mitad de las cosas que vemos porque no está presente.
En algunos carteles promocionales de Como perros salvajes no aparece Diesel (Christopher Matthew Cook), el tercer miembro de la peculiar banda y el menos idiota aparentemente. A diferencia de sus compañeros, que son unos charlatanes insaciables, patéticos cuando hablan sobre la posibilidad de redimirse o de dar un último golpe antes de retirarse, él sólo dice lo necesario, y fabrica los mejores momentos cuando los tres fingen ser policías para robar la droga de un camello. Él muestra la profesionalidad que le falta a los otros (como personajes y como actores); cuando intentan secuestrar a la hija de un rico mafioso; y, sobre todo, con una joven a la que seduce casi sin pretenderlo (y a la que asusta por su incapacidad para entender las respuestas emocionales de otras personas).
Esta película pretende combinar todas las tendencias de Schrader al mismo tiempo: la de poeta de la desesperación urbana, la de eterno Peter Pan, la del cinéfilo riguroso y la del ciudadano de ideología ambivalente. De una túrmix así ha salido un producto nervioso, hiperactivo, confuso y a veces incluso bobo, para el que la única redención posible queda en manos de quienes en el arte admiramos cualquier intento para salir del infierno aunque sepamos que, en empresas de esa índole, al final casi siempre acabamos ardiendo en sus llamas.