Me encantaría poder decir, cada día, que Jesús vino a mí y que yo lo supe verSiempre le pido a Jesús que venga Él a mí porque yo no sé ir hasta Él. Quiero que irrumpa en mi vida. Que se haga el encontradizo. Jesús siempre viene primero. Eso lo he aprendido en mi vida. Y mi misión es intentar cumplir, allí donde me toca, la voluntad de Dios.
Quiero cumplir mi misión pequeña o grande con amor. Allí llegará el Señor y cambiará mi corazón una y otra vez. Siempre me preguntó si sabré reconocerlo. Pero pienso que habrá algo en mi corazón que me dirá que es Él. Me hará saltar y reconocer su rostro.
Le doy gracias a Dios por todos los encuentros con Él en mi vida que me han dado tanta fuerza. Siempre anhelo volver a encontrármelo de frente. Acepto sus silencios tantas veces. Pero sé que me habla muchas otras.
Lo espero. Lo busco. Lo deseo. Intento estar en mi lugar cumpliendo y tanteando lo que Dios quiere. Y allí viene Jesús, eso seguro. Viene a mí.
Me encantaría poder decir, cada día, que Jesús vino a mí y que yo lo supe ver. Es verdad que lo puedo decir de momentos guardados dentro de mi alma. Son momentos que me dan luz. Pero también tengo silencios y ausencias. Y anhelo volver a estar con Él.
A veces me pasa lo que describe el padre José Kentenich: “¡Qué fríos podemos ser en nuestro trato con Dios! ¡Cuán poca ternura y apertura! ¿Por qué somos así? Porque es, ante todo en nosotros mismos, en quien confiamos. Porque en nuestros esfuerzos por perseverar en el camino a la santidad y vivir la santidad, hemos acentuado demasiado el ‘yo’. Por supuesto, siempre hemos hablado del auxilio de la gracia y de amar a Dios como nuestro sumo bien. Pero ahora sabemos que sólo por la senda de la fe, de las virtudes, no llegaremos muy lejos”[1].
Acentúo el yo. Pienso que yo puedo. No espero que venga a mi vida. No cuento con Él sino con mis fuerzas. Como si todo dependiera de mí. Necesito que su Espíritu venga a mí una y otra vez. Necesito ese encuentro repetido en mi vida.
No quiero vivir centrado en mí mismo. Quiero ser testigo de alguien mayor que yo. Ser testigo con mi amor, con mi entrega. Testigo de alguien que le da sentido a todo lo que hago. No soy yo. Es Él en mí. Y no quiero que los halagos me hagan olvidar a quién pertenezco. De quién soy por entero.
Quiero descubrir a Jesús en mi vida, ser capaz de hablar de Él. Anunciar al mundo cómo me ha cambiado la mirada y la vida. Él siempre rompe mis esquemas. Siempre me desborda. Siempre viene a mí, en medio de mi vida.
[1] José Kentenich, Envía tu Espíritu