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¿Te asustan los cambios? Acude a Dios para afrontarlos con paz

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/01/17
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En el corazón de Dios es donde caben los más débilesA veces me cuesta decidir, optar, dejar algo que hago bien y empezar a hacer algo nuevo que no controlo. Me da miedo el riesgo y confundirme. Perder lo que ya tengo, lo que ya gano, lo que hago bien. Me asusta una apuesta que parece imposible por lograr algo mejor. Tal vez me falta paciencia. Y me quedo en el esfuerzo. Quiero cambiar, mejorar.

Dice Carlos Moyá sobre Rafael Nadal: “Es demasiado exigente consigo mismo y no se perdona el fallo. Tiene que intentar cambiar un poco esto. Aunque no se trata de cambiar, es evolucionar y atreverte”.

Tengo algo de perfeccionista. Quiero hacer las cosas bien, perfectas. Me cuesta perdonarme el fallo. Quiero hacerlo bien todo, siempre. Y busco a Dios para que se alegre con mi vida. Para que me afirme.

Dios guarda silencio en mi intento por mejorar, por hacerlo todo mejor. Tal vez tengo que aprender a desprenderme de mis pretensiones, de mis deseos tan del mundo.

No quiero cambiar por cambiar. Pero quiero crecer y ser mejor. En el fondo sé que a veces no busco la aprobación de Dios, busco la de los hombres.

El otro día leía cómo la presencia de Dios en nuestra vida no nos convierte en otras personas, seguimos siendo los mismos: “Esta experiencia no hizo de mí un santo. No perdí mis debilidades ni mis defectos, ni dejé de significar una carga para otros ni de herirlos. Seguí siendo egoísta y hubo épocas en que incluso esta vivencia de la presencia de Dios parecía totalmente olvidada. Más de una vez quise instalarme definitivamente en esta tierra. Pero, pese a mis pecados, algo subsistía, pues en la profundad de mi alma siempre supe que este mundo es relativo, que la tierra no es nuestro hogar definitivo y que sólo a través del muerte logramos la resurrección”[1].

Cuando me ato más a Dios me hago más libre de los hombres. Pero me cuesta mucho. Cuando aprendo a estar con Dios en el silencio de mi alma, en su silencio. Atento. Aguardando. Algo escucho. Pero se me olvida. Quiero dejar de ser tan duro conmigo mismo. Quiero aceptar la debilidad de mi carne.

Decía el papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: “Nos hará bien decir todas las mañanas en la oración: – Señor, te doy gracias porque me amas; haz que me enamore de mi vida. Es el tiempo para amar y ser amado. No os avergoncéis de llevarle todo, especialmente las debilidades, las dificultades y los pecados, en la confesión. Él sabrá sorprenderos con su perdón y su paz”.

Me gusta esa mirada sobre mi debilidad. Esa miseria reconocida que abre el corazón del Padre. Lo miro conmovido. Quiero cambiar, es verdad. Quiero ser mejor, menos egoísta, menos exigente conmigo y con los demás. Más paciente y compasivo.

En la película Silencio, uno de los protagonistas se pregunta: “¿Hay lugar en este mundo para los débiles?”. En el corazón de Dios es donde caben los más débiles.

Dios no puede hacer nada con los que creen en sus propias fuerzas que los hacen capaces de todo. Pero sí con aquellos que han caído, se han vuelto a levantar, han pedido perdón de rodillas, han vuelto a comenzar creyendo en la misericordia de Dios.

En el corazón de Dios caben los que no caben en el mío. Cuando no acepto el error que se vuelve a cometer una y otra vez. La caída que se reitera. La miseria que se convierte en estilo de vida. Y me vuelvo exigente. Con los que tropiezan siempre de nuevo y luego piden perdón. Y no veo cambios. Y los exijo.

Pero Dios no es así conmigo. Sabe que los cambios son lentos. No llegan con rapidez. A veces no llegan. ¡Cuánto me cuesta cambiar!

Se me llena la boca con el cambio. Pero luego no quiero perder, dejar de hacer lo que hago bien. Arriesgarme a perderlo todo. Nunca fui un jugador de póker. No apuesto sin cartas. Quiero tenerlo todo seguro. No me arriesgo a dar la vida sin antes tener algo bien asegurado. Por si acaso.

No quiero perderlo todo. Y me vuelvo conformista. Me acostumbro a lo de siempre. Soy el mejor en lo mío. En lo que hago con los ojos cerrados. Pero no quiero arriesgar nada.

Me asustan los cambios reales. Tengo tomada la medida a mi vida y me da miedo dejar de ser lo que he soñado. Lo que otros esperan. El cambio tiene algo de dolor. Da miedo el dolor. El cambio me pide dejar y tomar cosas nuevas. Y cuesta hacerlo.

Pero me da miedo no crecer si no dejo cosas. Si no las hago de forma diferente. No dejaré de ser débil nunca. No lograré hacerlo todo bien siempre. Eso me alivia. Jesús no lo espera de mí. En su silencio me aguarda siempre. Va conmigo y me sostiene. Su mano en mi mano. Su pisada en mi pisada.

Estoy de paso por aquí. Sólo quiero sembrar esperanza con mi vida. Sólo quiero ser fiel a Dios en mi alma. En lo más hondo. Es el misterio al que Dios me llama. Me dice que lo siga siempre. Que siga sus pasos torpemente. Y que confíe en que siempre, caído o levantado, va a estar conmigo sosteniendo mi vida. Es el mayor consuelo. Me da paz.

 

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

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