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La tradición atribuye a San Pacomio la invención del cordón de oración (una cinta, generalmente hecha de lana virgen, símbolo de la pureza del Cordero de Dios, o de hilos de seda, trenzada de nudos a todo lo largo) en el siglo IV, en pleno nacimiento del monasticismo.
Cuando los monjes y anacoretas comenzaron a adentrarse en los desiertos de Egipto a vivir una vida dedicada a la oración, solían rezar los ciento cincuenta salmos diariamente. Sin embargo, como muchos de estos monjes eran analfabetas, tenían dos opciones: o se aprendían el salterio entero de memoria, o sustituían el rezo de los salmos por otras oraciones. Entre ellas, la jaculatoria más famosa, "Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mi, que soy pecador".
La intención de San Pacomio, cuenta la tradición, era que los monjes pudiesen seguir el consejo de San Pablo en la primera epístola a los Tesalonicenses, "oren constantemente".
Sin embargo, se dice que la costumbre de atar nudos en el cordón se atribuye a San Antonio el Grande, el padre del monacato oriental. Anteriormente, los monjes llevaban la cuenta arrojando pequeñas piedras a un cuenco, pero el método era poco práctico (especialmente si el monje debía orar fuera de su celda, llevando una bolsa de piedras y un cuenco en la otra mano).
La tradición señala que cada vez que San Antonio rezaba un "kyrie" ("ten piedad de mi"…), hacía un nudo en la cuerda, hasta llegar a los ciento cincuenta rezos diarios mandatorios. Sin embargo, cada vez que el santo hacía un nudo, el diablo se lo deshacía, para hacerle perder la cuenta, haciéndole así imposible cumplir con su meta diaria. El santo, entonces, decidió hacer un nudo sobre cada nudo, de modo que los propios nudos formasen una cruz, impidiendo así que el diablo los desatase.
Generalmente, estos cordones de oración (llamados "komboskini" en griego, "chotki" o "vervitsa" en ruso y "misbaha" en árabe) tienen entre cien y ciento cincuenta nudos, aunque también pueden conseguirse algunos de treinta y tres nudos (simbolizando la edad de Cristo al morir), otros de cuarenta y un nudos (el número de azotes recibidos por Cristo) o de sesenta y cuatro nudos (la edad de María al ser asunta al cielo).
Casi todos los cordones son hechos exclusivamente por monjes, y algunos incluyen una borla, con la que se acostumbra secar las lágrimas derramadas por la compunción por los propios pecados. Esta borla al final del cordón, señalan algunos, simboliza además el reino de los cielos, al que se entra sólo a través de la cruz (que, en el cordón, precede a la borla).