A partir de la obra teatral homónima de Jean-Luc Lagarce, Xavier Dolan habla, de nuevo, de relaciones familiares patológicasLo frustrante, lo doloroso de Sólo el fin del mundo es que, pese a la excepcionalidad de la situación que vive su protagonista Louis (Gaspard Ulliel) –está muriéndose de una enfermedad que jamás llega a revelarse, y quiere contárselo a sus allegados antes de que sea demasiado tarde–, es tremendamente fácil sentirse identificado con esa constelación familiar viciada, encallada en el pasado, a la que se ve obligado a enfrentarse.
Tras doce años de ausencia, huyendo, precisamente, de todas esas heridas maternas/paternas, de toda esa asfixia, el personaje de Ulliel se encuentra con que las dinámicas enquistadas no solamente se han mantenido –¿a cuántos padres les cuesta reconocer a su hijo más allá de los esquemas mentales arrastrados de su infancia y su adolescencia?–, sino que se han agudizado hasta el punto de hacer imposible el más mínimo entendimiento.
Explica Dolan que uno de los aspectos con los que más le costaba conectar, de la obra de teatro de Jean-Luc Lagarce que ha adaptado, era su tendencia natural a la vulgaridad, no solamente en cuanto al uso de blasfemias e insultos, sino también respecto a la repetición y el titubeo.
Detalles fundamentales, sin embargo, para plantear la parálisis comunicativa de la familia de Louis, que mantiene diálogos cíclicos, inconexos, que les lleva a todos a eludir, aunque sea de forma inconsciente, profundizar en sus auténticos sentimientos.
Lo que está narrando Dolan en Sólo el fin del mundo es, en realidad, un simulacro de vida familiar como tantos otros, sostenido sobre roles (pre)asignados e ideas repetidas (y repetitivas) para crear una sensación de confort, en realidad, falsa, engañosa.
De ahí que el director ruede con la cámara muy pegada a sus protagonistas, aplastándolos contra unas localizaciones que parecen minúsculas, hasta el punto de que da la sensación de que se abalancen continuamente sobre ellos –incluso cuando Louis sale de la casa con su hermano Antoine (Vincent Cassel), lo hacen en coche, y jamás llegan a salir del mismo–, lo que tensa todavía más la atmósfera de la historia, y realza los conflictos que se establecen entre los personajes.
Los únicos respiros que Dolan les permite están en los flashbacks con los que el director oxigena la acción, y en los que, no por casualidad, se le reconoce más que nunca en su talento para hermanar el ritmo de sus imágenes con las tonadas pop escogidas para la ocasión.
Lo que está claro es que Sólo el fin del mundo es un punto de ruptura para Dolan dentro de una filmografía muy marcada por su juventud y su frescura, pero también por sus ansias de llamar la atención y de marcar diferencias.
A pesar de partir de una obra ajena como la de Lagarce, no hace falta rascar mucho para darse cuenta de que, en realidad, el canadiense se siente identificado con Louis… No solamente por su naturaleza de creador –en su caso, teatral–, sino sobre todo por cómo marca eso su relación con los que le rodean, que consideran que, aunque sea de forma inconsciente, se pone por encima de los demás.
Una conexión profunda que le abre las puertas a una sensibilidad hacia sus personajes mucho más madura y más reflexiva que en sus anteriores incursiones en la dirección.