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“No me puedo perdonar por lo que hice…”

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Mujer llorando

Julio de la Vega-Hazas - publicado el 30/12/16

Cómo pasar del sentido de culpa a la sanación

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Se ha dicho y escrito mucho sobre la culpa y el sentimiento de culpa. Se llega a oír incluso que la fomenta la Iglesia con “eso del pecado”. Pero en realidad, lo que causa la conciencia de culpa es… la culpa. Algo se ha hecho mal, se ha causado un daño. Si no fuera así, entraríamos en lo patológico, y la ayuda que haría falta sería clínica.

El sentido de culpa no es en sí algo malo. Es un recordatorio de que es necesario sanar una herida, arreglar el daño causado. ¿A quién?

Sobre este particular viene bien recordar un modo bastante común de enseñar a los niños a hacer examen de conciencia previo a la recepción del sacramento de la penitencia.Consiste en hacerse tres preguntas: si tengo algún pecado contra Dios, contra los demás y contra uno mismo.

Con respecto a Dios, la única posibilidad que hay es pedirle perdón, y sabemos que siempre perdona al pecador arrepentido. No hay más, porque no podemos hacer más, y porque propiamente a Dios no se le puede dañar -¡sólo faltaría!-; lo que en realidad se daña con el pecado es su imagen en nosotros; o sea, al pecador mismo.

En lo que toca a uno mismo, se hace necesario el esfuerzo por recuperar lo que podríamos llamar la virtud perdida. A veces –dependiendo de en qué se haya caído- esta remontada puede ser laboriosa y más lenta de lo que nos gustaría, pero se puede conseguir, sobre todo si se acude a la ayuda divina y, cuando haga falta, de otras personas. Ciertamente hay que hacer frente a cualquier posible desesperanza , a pensar que “lo mío no tiene arreglo”, porque, con paciencia y perseverancia, sí lo tiene. De todas formas, el peligro, cuando el daño causado no va más allá de uno mismo, suele ser más el desaliento y la desesperanza que un sentido de culpa insoportable.

Lo más difícil es lo que se refiere a los demás. Hay cosas que se pueden reparar. Por ejemplo, si se roba algo, se puede devolver lo robado o su valor, con lo que se devuelve la tranquilidad a la conciencia propia. Pero otras veces el daño es irreparable.

Es, por ejemplo, el caso del homicidio: la vida quitada no se puede devolver. Uno tiende a imaginar, cuando se menciona, en un terrorista o un atracador arrepentidos, pero en la realidad el caso más frecuente es el del aborto provocado. Y el más trágico, pues quien ha quitado la vida es la propia madre. Cómo hubiera sido ese hijo al que no se le dejó nacer es un pensamiento que atormenta a muchas mujeres.

Sea lo que sea, resulta tentador acudir a quien asegura eliminar ese sentido de culpa por medio de técnicas psicológicas o de lo que podríamos llamar armonización interior.Pero las heridas no se curan con sedantes. Todos esos recursos pueden ser momentáneamente eficaces, haciendo olvidar la herida del alma y lo que la causó. Pero a la larga no funciona, porque no son una sanación, que es lo que hace falta.

Y, ciertamente, estaríamos en un callejón sin salida si no vemos más allá de esta vida, sin perspectiva de eternidad. Con ella, cambian las cosas. Pongamos un ejemplo sacado del Evangelio, el del llamado “buen ladrón” (capítulo 23 de San Lucas). Antes de implorar misericordia al Señor, había reconocido que él –con su compañero- estaban sufriendo un justo castigo, y se trataba nada menos que del suplicio de la crucifixión, que iba a acabar con sus vidas.

Para decir una cosa así, resulta evidente que no le faltaban ni sentido de culpa ni deseo de redención, y esto en una situación humanamente sin otra salida que la muerte. Y, sin embargo, ante su súplica encontró esa redención buscada: En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.

Esa contrición final sanó la herida, suprimió toda desesperanza y abrió las puertas del cielo. El Evangelio no lo recoge explícitamente, pero hay pocas dudas de que ese hombre murió feliz, a pesar de morir crucificado.

Sí, el perdón de Dios cura las heridas del alma. Pero, ¿y el daño causado? Aquí entra en juego la providencia divina, que es capaz de reconducir los males que causamos en bienes finales.

Sucedió así con los Santos Inocentes, los niños pequeños asesinados por Herodes, que la Iglesia venera como santos: lo que fue una pérdida irreparable en este mundo abrió para ellos la puerta del cielo en el otro, que es el definitivo.

Si trasladamos esto a la mujer que no ha dejado nacer a su hijo, al perdón de Dios –que recibe con el sacramento-, añadiremos una consideración: si Dios ha cuidado de la madre, que era la culpable, es más que seguro que no ha dejado desamparado al niño, que es completamente inocente.

Y algo parecido podemos pensar en otros casos, aunque no conozcamos bien los caminos divinos, las maneras en que la providencia divina se sirve de los males temporales para acabar consiguiendo bienes eternos.

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