La ciencia prueba que la búsqueda creativa como la repostería puede cambiar tu vidaMe crié en la cultura de la repostería. Pasteles, panes, tortas, galletas… A todo el mundo le gusta tener algo de repostería casera en la cocina para acompañar bien el te o el café que se ofrece a los invitados de turno, que en nuestro caso nunca faltaban. ¿Un surtido industrial? Lastimoso. ¿Una tarta de manzana del supermercado? Nefasto. A día de hoy llego a sentirme un fracaso personal si compro masa preparada. La repostería era y es parte de mi herencia cultural, pero con el tiempo me he dado cuenta de que, de hecho, significa mucho más.
En 2001 vivía y trabajaba en Washington D. C., y en los días que siguieron al 11-S me encontraba sacando los tazones para mezclar, las tazas de medir, la harina y la mantequilla. Hice muffins, galletas, una tarta y una quiche; desempolvé una vieja receta familiar para una tarta e improvisé unas galletas.
No recuerdo quién diantre se comería todo aquello, porque yo vivía sola y por entonces (igual que ahora) solía abstenerme bastante del azúcar y de la harina blanca. Probablemente lo llevara a mis vecinos y compañeros de trabajo, pero una cosa estaba clara: necesitaba cocinar, y vaya si cociné. Era un bálsamo, una forma de lidiar con mi miedo, mi tristeza y ese sentimiento de indefensión.
Desde entonces me he percatado de que cuando la vida se pone especialmente difícil o yo estoy particularmente estresada, la necesidad de recurrir a la repostería se acrecienta en mi interior y no me queda otra que ponerme el delantal y meterme de lleno.
Hoy en día empleo muchas recetas con ingredientes como miel, azúcar de coco, harina de almendras, escanda… En efecto, puedes cocinar dulces deliciosos que no sean malos para la salud.
Ahora entiendo por qué hago esto cuando me estreso: es relajante. El mero acto de crear algo a partir de la nada, el llenar la casa con olores y sabores familiares y placenteros, aporta un sentido de alivio y bienestar. Sin duda se debe en parte a que la repostería me retrae a la infancia y a todo el amor transmitido entonces a través de nuestras comidas caseras favoritas.
Pero ahí no queda la cosa. Cocinar también aporta una sensación de control y orden. Cuando el mundo a mi alrededor parece irse al garete, cuesta abajo y sin frenos, pero yo todavía soy capaz de hacer una sencilla tarta de melocotón o un perfectísimo bollito de arándanos, para mí es como una prueba de que las cosas no van tan mal como temía.
No es tanto por los alimentos en sí —por deliciosos que estén— como por el acto de elaborarlos, el reunir todos esos ingredientes y crear algo que tenga sentido, que aporte un puñado de normalidad y estabilidad a la vida.
Pero si hay alguien tentado de pensar que esta experiencia no es más que una neurosis personal y rara, o un producto de la imaginación, ese alguien haría bien en tener en cuenta algunos estudios recientes.
El Journal of Positive Psychology publicó recientemente un estudio que demostraba que las personas que participan con frecuencia en pequeños proyectos creativos —cocinar inclusive— son más felices. De hecho, hace ya un tiempo que los psicólogos han reparado en que las artes culinarias son una herramienta terapéutica para estados de estrés, ansiedad y depresión.
La cocina puede mejorar tu estado de ánimo porque te ayuda a centrarte en pequeñas tareas de ese momento y aleja tu mente de lo que sea que te turbe. Al involucrar nuestro cerebro, manos y sentidos en un propósito creativo, sencillamente, mejoramos nuestra vida.
Por supuesto, como muchas mamás, también cocino cuando no tengo ninguna gana de ser creativa. Después de todo, tengo niños que piden a menudo sus recetas favoritas de magdalenas y también hay muchos cumpleaños y fiestas que celebrar.
Pero siempre trato de asegurarme de que mi despensa esté bien surtida, de forma que cuando mi mundo empiece a perder pie, yo pueda encender el horno, sacar la mantequilla y los huevos y cocinarme un estado anímico más feliz.