Me gusta estar con Dios sin buscar nada, sin lograr nada, sin tener que cumplir nadaLa oración… ojalá la viviéramos realmente como lugar de encuentro con Jesús, como lugar de descanso en familia.
Leemos en Santiago 5,13: “¿Alguno de ustedes está triste? ¡Rece! ¿Alguien está alegre? ¡Cante salmos!”.
Pienso en la oración como ese espacio donde descanso en Dios en el momento en el que me encuentre. Si estoy triste, rezo, lloro ante Dios, le entrego mi pena. Si estoy alegre canto salmos, alabo, me alegro por ese Dios, doy gracias.
Mi oración es esa fuente de la que bebo para poder amar más a Jesús. Recurro a la oración para saberme más amado por Él.
El otro día bauticé a una niña de dos años. El primer contacto con el agua le resultó violento y se apartó. Era ya mayor. Pero luego, ella misma metía y sacaba la mano del agua. Y con la mano se tocaba la cara. Le gustó el tacto de Jesús. Ese tacto suave en el agua.
Miraba el agua fascinada. Me conmovió la dulzura con la que movía su mano en el agua y la ternura con la que se acariciaba. Iba de la cara al agua, del agua a la cara. Me gustaría descansar siempre así en Jesús. Como esa niña jugando con el agua sin pensar en nada más.
Me gusta estar con Él sin buscar nada, sin lograr nada, sin tener que cumplir nada. En silencio los dos. Él y yo. Callados. Sin importarnos el paso lento del tiempo. Contemplando la vida que discurre ante nuestros ojos. Sí, allí descanso.
Me alegra estar con Jesús todos los días y perder tiempo a su lado. Sólo eso basta para recuperar la paz perdida. Los dos viviendo, los dos dejándonos vivir. Acariciando el tiempo con mis manos torpes. Alegrándome con la vida que me da como un don y yo dejo deslizar entre mis dedos. Sin pedir nada a cambio de mi entrega.
Creo que la familia necesita un lugar en su hogar en el que descansar. Un lugar de oración, un santuario hogar en el que María regale sus gracias. La oración es fuente de felicidad. Se calma el corazón. Recobramos fuerzas para la vida.
El otro día leía una descripción de la oración de san Ignacio: “Las cosas de Dios duran de otro modo, permanecen, te llenan de consuelo. El resto es artificio, una quimera engañosa, un espejismo, un mal espíritu burlón y tramposo. Esta comprensión le deja extrañamente sereno. Contento. Tranquilo. Mira a lo lejos, por la ventana. Y se recoge en una oración silenciosa, con el sentimiento de quien ha descubierto un mundo”[1].
Cuando san Ignacio descubre al Dios de los consuelos su corazón se aquieta. Así me gustaría que fuera siempre en mí. Entonces rezar no sería un imperativo, sino una necesidad para tener paz.
Una persona decía en poesía: “La oración me sostiene. Ese canto callado que brota de mi alma. Y sonrío muy quedo. Apenas lo comprendo. Sólo sé que las lágrimas lavan mi alma inquieta. Calman mi voz cansada. Levantan mi nostalgia. Me llenan de esperanza. No sé que tiene mi alma, que anhela el infinito”.
Una oración que me levanta. Que me llena de esperanza. Así necesito vivir cada día. Anhelo la unión con Dios. Es un don que pido: “Nuestros esfuerzos más infructuosos por lograr la unión con Dios en la oración son, sin embargo, un esfuerzo por responder a la inspiración y a la gracia que nos invitan a orar; son, por lo tanto, esfuerzos por conformar nuestra voluntad a la suya y por cumplir sus mandatos”[2].
La oración brota del deseo de conformar mi voluntad con la suya. Es toda una tarea. Es un sueño difícil que suplico cada día.
Decía el padre José Kentenich: “¿Qué hacer para superar las carencias en el campo del contacto y la unión continuas a Dios? Por un lado, retomar con seriedad nuestros esfuerzos en este sentido y, por otro, orar más a María para que nos envíe el Espíritu Santo. Así gustaremos la dulzura del amor de Dios y lo tendremos en nosotros y con nosotros”[3].
Retomar los esfuerzos por lograr una intensa vida de oración. De forma personal. Y también como matrimonio. Muchas veces vemos que con los hijos pequeños no nos da la vida para rezar. No hay tiempo. Estamos cansados. Es verdad. Cambian las circunstancias y todo es más difícil.
No sólo tengo que cuidar la oración personal para estar alegre. Es importante también cuidar la oración en familia. La oración matrimonial. Rezar juntos. Agradecer juntos por la presencia de Dios en nuestra vida. Revisar el día juntos dando gracias.
Leer la Palabra de Dios juntos y buscar cómo la palabra de Dios como espada de doble filo nos muestra su querer en nuestra vida y nos sugiere algo. En el rosario recorrer los misterios de nuestra propia vida matrimonial. Todo lo que nos va pasando.
Hacer silencio juntos. En la fuerza del Espíritu recuperar esa alegría que a veces la vida con sus tensiones y prisas, con el desgaste del esfuerzo, nos va quitando.
[1] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[3] J. Kentenich, Vivir con alegría