El nacimiento de Jesús trae un mensaje revolucionario: Dios no es una “energía positiva” El exceso de mensajes navideños de toda clase, desde los que se quedan en la frivolidad consumista y un ternurismo superficial, hasta los que inventan nuevos símbolos para tratar de encontrarle un sentido, porque no saben bien qué hay que celebrar realmente, o los que la han vuelto una simple “fiesta de la familia”, han perdido de su horizonte la razón de la profunda alegría que inunda la celebración de la Navidad.
¿Por qué hay que estar alegres? ¿Por qué deberíamos enternecernos hasta las lágrimas? ¿Cuál es la razón de celebrar? La respuesta es escandalosa.
Celebramos que el mismo Dios se ha hecho uno de nosotros, que Dios ha querido, no solo parecerse, sino ser realmente un bebé frágil y necesitado. Celebramos que hubo un momento en nuestra historia en que ver a un niño era ver realmente a Dios. ¡Y eso es una locura que nunca debería dejar de asombrarnos!
Se sigue pensando en Dios como en un ser lejano, y la Navidad nos recuerda que Dios ha venido en persona a habitar entre nosotros, para hablarnos en nuestro lenguaje y nos amó hasta el extremo de dar su propia vida por nosotros, regalándonos vida eterna.
El escándalo del niño Dios
Ahora bien, ¿qué trajo Jesús? ¿un lindo mensaje? ¿cuál es la novedad absoluta de la Navidad? Que vino Dios en persona a morar entre nosotros. “Que Dios ya no está en el más allá, Dios ya no es sólo la Alteridad absoluta e inaccesible, sino que también está muy cercano, se ha hecho idéntico a nosotros, nos toca y lo tocamos, podemos recibirlo y nos recibe” (Benedicto XVI).
Casi que asusta tanta bondad, de un amor sin límites que supera todo lo que podamos pensar o imaginar. Se nos hizo tan común ver pesebres que olvidamos el escándalo de esta cercanía de Dios.
En estos días en que todos nos hacemos regalos, olvidamos la locura del regalo que nos hizo y nos hace Dios: darse a sí mismo. ¡Dios se puso en nuestras manos! ¡Eso es el niño de Belén! ¡Dios con nosotros!
El P. José Luis Martín Descalzo se preguntaba acerca de la Navidad: “¿Qué es verdaderamente la Navidad para nosotros? ¿Por qué en estos días nuestra alma se alegra, por qué se llena de ternura nuestro corazón? La respuesta la sabemos, aunque no siempre la vivamos.
Yo diría que la Navidad es la prueba, repetida todos los años, de dos realidades formidables: que Dios está cerca de nosotros, y que nos ama.
Nuestro mundo moderno no es precisamente el más capacitado para entender esta cercanía de Dios. Decimos tantas veces que Dios está lejos, que nos ha abandonado, que nos sentimos solos… Parece que Dios fuera un padre que se marchó a los cielos y que vive allí muy bien, mientras sus hijos sangran en la tierra.
Pero la Navidad demuestra que eso no es cierto. Al contrario. El verdadero Dios no es alguien tonante y lejano, perdido en su propia grandeza, despreocupado del abandono de sus hijos. Es alguien que abandonó él mismo los cielos para estar entre nosotros, ser como nosotros, vivir como nosotros, sufrir y morir como nosotros. Éste es el Dios de los cristianos. No alguien que de puro grande no nos quepa en nuestro corazón. Sino alguien que se hizo pequeño para poder estar entre nosotros. Éste es el mismo centro de nuestra fe.
¿Y por qué bajó de los cielos? Porque nos ama. Todo el que ama quiere estar cerca de la persona amada. Si pudiera no se alejaría ni un momento de ella. Viaja, si es necesario, para estar con ella. Quiere vivir en su misma casa, lo más cerca posible. Así Dios. Siendo, como es, el infinitamente otro, quiso ser el infinitamente nuestro. Siendo la omnipotencia, compartió nuestra debilidad. Siendo el eterno, se hizo temporal.
…Hay que abrir mucho los ojos del alma para enterarse. Porque, efectivamente, como dice un salmo “la misericordia de Dios llena la tierra”, cubre las almas con su incesante nevada de amor.
Navidad es la gran prueba. En estos días ese amor de Dios se hace visible en un portal. Ojalá se haga también visible en nuestras almas. Ojalá en estos días la paz de Dios, la ternura de Dios, la alegría de Dios, descienda sobre todos nosotros como descendió hace dos mil años sobre un pesebre en la ciudad de Belén.
Pues bien: la Navidad es como el tiempo en el que esa misericordia de Dios se reduplica sobre el mundo y sobre nuestras cabezas. Es como si, al darnos a su Hijo, nos amase el doble que de ordinario. Durante estos días de Navidad, todos los que tienen los ojos bien abiertos se vuelven más niños porque es como si fuesen redobladamente hijos y como si Dios fuera en estos días el doble de Padre”.
Dios no es el Universo ni una energía
Quien cree en Jesús, cree en lo que él dijo de sí mismo. O estaba loco o era Dios. Todo indica la segunda opción, pero nos cuesta aún a los cristianos que muchas veces minimizamos su nombre.
Los cristianos creemos que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. No es menos Dios por ser hombre, ni menos hombre que nosotros por ser Dios. No hay competencia entre el hombre y Dios, porque Dios se ha encarnado, se ha unido a nuestra humanidad y a nuestra historia. Desde entonces todo lo humano nos habla de Dios y Dios siempre está más cerca de lo que imaginamos.
Algunos vacilan en decir su nombre, y le bautizan “luz”, “energía”, “universo” y mil ideas vagas. Pero Jesucristo no es sólo luz o energía, tiene corazón, ama, perdona, se entrega, nos habla. La luz, la energía y el universo no pueden amar ni perdonar, no pueden dar su vida por mi y por ti. Dios es persona, que libremente nos ama, y su amor no se funda en nuestros méritos o cualidades. Es un amor puramente gratuito.
Y el amor tiene el poder de hacernos débiles junto a quienes amamos. Dios en su amor infinito se ha hecho vulnerable y eso nos escandaliza. El que ama siempre se expone y se deja caer en los brazos de otro. El que ama se regala, se entrega sin pedir nada a cambio. Eso hace Dios con nosotros.
El mismo Dios que se puso en Belén en los brazos de María y José, también hoy, cada domingo, se pone en nuestras manos en la Eucaristía. ¿Iremos nosotros a recibirlo como los pastores o nos quedaremos mirando el pesebre? Cada misa no es simplemente un recordatorio de lo que sucedió hace más de 2000 años, sino una nueva pascua, una nueva navidad, en la que el mismo que vino en Belén, hoy se nos entrega en la Palabra y en la Eucaristía.
La salvación que trae Jesús es amor gratuito, desde la nada. Por eso los des-graciados, los despojados son los destinatarios naturales de un amor que quiere darse, no recibir. Por eso los más amados son los menos amables. Los que no tienen ninguna razón para ser amados, encuentran en el niño de Belén el amor que no pide nada a cambio.
La Navidad nos invita a ser también como niños, a dejarnos regalar, a dejarnos sorprender, a no querer corresponder, sino a dejarse amar.
A nuestro Dios, que vino para quedarse, que puso su morada entre nosotros y en nosotros, pidámosle nos ayude a construir un mundo que sea un hogar para todos, donde cada uno pueda ser, realizarse y vivir con la dignidad de ser hijos de Dios.
El coraje de preguntar
“Pero ¿cuántos se dan cuenta de ello? ¿Cuántos están tan distraídos con las fiestas familiares que en estos días no se acuerdan de su alma?… Por eso yo quisiera invitarles, amigos míos, a abrir sus ventanas y sus ojos, a descubrir la maravilla de que Dios nos ama tanto que se vuelva uno de nosotros. Y que vivan ustedes estos días de asombro en asombro. Que se hagan ustedes las grandes preguntas que hay que hacerse estos días y que descubran que cada respuesta es más asombrosa que la anterior”.
¿Qué pasa realmente estos días? Y la respuesta es que Alguien muy importante viene a visitarnos. ¿Quién es el que viene? Nada menos que el Creador del mundo, el autor de las estrellas y de toda carne. ¿Y cómo viene? Viene hecho carne, hecho pobreza, convertido en un bebé como los nuestros. ¿A qué viene? Viene a salvarnos, a devolvernos la alegría, a darnos nuevas razones para vivir y para esperar.
¿Para quién viene? Viene para todos, viene para el pueblo, para los más humildes, para cuantos quieran abrirle el corazón. ¿En qué lugar viene? En el más humilde y sencillo de la tierra, en aquél donde menos se le podía esperar. ¿Y por qué viene? Sólo por una razón: porque nos ama, porque quiere estar con nosotros.
Y la última pregunta, tal vez la más dolorosa: ¿Y cuáles serán los resultados de su venida? Los que nosotros queramos. Pasará a nuestro lado si no sabemos verle. Crecerá dentro de nosotros si le acogemos.
Dejad, amigos míos, que crezcan estas preguntas dentro de vuestro corazón y sentiréis deseos de llorar de alegría. Y descubriréis que no hay gozo mayor que el de sabernos amados, cuando quien nos ama -¡y tanto!- es nada menos que el mismo Dios”. (J. L. Martín Descalzo)
Bibliografía:
J. L. Martín Descalzo. (1996). Días grandes de Jesús. Madrid: Edibesa.
Joseph Ratzinger. (2005). Dios y el mundo. Buenos Aires: Sudamericana.