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¿Cuáles son tus mejores deseos para esta Navidad?

Maria Grazia Montagnari-cc

Orfa Astorga - publicado el 13/12/16

¿Qué deseo puede ser mayor que el de ser abrazado con amor?

Al dar las doce, la noche vieja cedió el paso al año nuevo desatando la efusividad de la concurrencia, que encendida de humanidad cruzaba intensos abrazos con deseos de salud, prosperidad y felicidad.

En la algarabía, escuche a mis jóvenes hijos y a sus amigos participar diciendo a propios y extraños en efusivos abrazos: –Te deseo lo mejor en este año, que todos tus sueños se cumplan.

Bien comprendo la sinceridad con que expresaban con tanto entusiasmo e ilusión sus deseos, es lo propio de una edad en la que se empeñan en ideales de felicidad sin considerar los límites que les ira marcando la vida, precisamente porque no los conocen.

Por eso sus deseos, aun siendo nobles, son y serán siempre… deseos cortos. Como cuando por la calle, al caer la tarde, nos cruzamos con alguien que nos desea que pasemos una buena noche.

Lo son porque precisamente se refieren a bienes de los que no podemos apropiarnos con seguridad, pues la salud, la prosperidad y la felicidad, entre tantos, se encuentran en el plano de lo cambiante, de lo que hoy es y mañana quizá o sin quizá, se conviertan en penosa prueba de vida.

A mis hijos y a sus amigos, en rigor les falta el realismo que dan los tropiezos que los harán madurar para reconocer que, si consideramos esos deseos como lo mejor que nos puede suceder, entonces la vida tendría solo pequeños sentidos momentáneos, buenos o menos buenos (bienestar, trabajo, placer, amistades, familia) en los que se debería excluir el encuentro con el dolor, pues este no tendría cabida en un sano proyecto de vida.

Pero eso no siendo posible, es además, solo apariencia de felicidad.

Lo cierto, es que dicha apariencia desaparece cuando admitimos que tanto la alegría como el dolor, adquieren su verdadero sentido al formar parte de un amplio proyecto para alcanzar el fin último y verdadero de la existencia. Un proyecto que cuenta con las coordenadas de la razón y la fe, para llegar a ese puerto cuyo faro iluminará finalmente la verdad de todo nuestro viaje por la vida.

Que los jóvenes y no tan jóvenes lleguen a ese puerto sin dar un amplio y penoso rodeo, es mi mayor deseo. Un deseo que nace de mi propia y difícil experiencia.

Siendo una buena persona, crecí con un gran vacío espiritual,  el cual trate de llenar con la búsqueda frenética de satisfacciones sensibles convirtiéndolas en un fin. Había en mí una necesidad insaciable de sentir, saborear y experimentar emociones y sensaciones nuevas, de ser posible cada vez más intensas.

Gastaba aunque debiera lo que comprara, sobre todo en el frenesí de las navidades y fines de año. Medía mi felicidad y el amor de parientes y amigos por los regalos recibidos, esperando de ellos lo mismo al recibir los míos.

Cuando me daban el abrazo deseándome lo mejor; pensaba en mil éxitos y experiencias entre las que consideraba (soñando despierta claro) en el paradigmático viaje en un lujoso crucero donde conocería a un joven rico y apuesto que se enamoraría de mí… amén de que estaba lejos de descubrir y afianzar mi verdadero ser personal, al afanarme siguiendo las pautas marcadas por la televisión, el internet, el cine y demás medios, para llenar la vida de sensaciones, emociones y sentimientos infundados, tratando de encontrar de ese modo, un sentido a la misma.

Corría por correr, sin meta a cual llegar, hasta que tropecé y sentí dolor. Solo así mi vida tomo rumbo, porque comprendí que mil satisfacciones no necesariamente logran una felicidad.

Luego, la experiencia del amor me mostro que para que la felicidad sea real, necesita tanto de la razón como de la fe.

Una madrugada me encontré observando a mis pequeños hijos dormir en el más confiado de los sueños. En mi intenso amor, en esos momentos sentí el deseo de tener el poder de guardarlos para siempre de todo riesgo y peligro, lo que me hizo sentir la experiencia de una impotente providencia.

Cuando la razón me hizo ver que tal cosa no era posible, de pronto y para siempre, me encontré dirigiendo una oración constante, íntima y espontanea a un Dios padre para que velara, cuidara y protegiera sus vidas que ya eran mi propia vida. Un Dios al que en esos momentos volvía mi espíritu con la certeza de ser escuchada.

Y escuche una voz en mi interior que me decía: –Confíame tus mejores deseos.

Comprendí entonces sin ningún temor, que la vida ya en su forma de amor, ya en su forma de existencia, se encuentra fuera de nuestro poder y eso nos enfrenta al misterio de lo sobrehumano. Un misterio cuya única respuesta es un Dios que es Padre providente y fuente de todo amor, que nos acompaña y espera al final del camino.

Cuando alguien me abraza y me desea lo mejor para el año que comienza, le devuelvo el deseo y lo encomiendo.

Por Orfa Astorga de Lira. Máster en matrimonio y familia, Universidad de Navarra.

Escríbenos a:consultorio@aleteia.org

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