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Quizá es una cruz “de Primer Mundo”, pero es mía

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Molly Sabourin CC

Meg Hunter-Kilmer - publicado el 12/12/16

Hay un sacrificio en particular que duele: entregar cada día la voluntad a Dios

Confía en el Señor de todo corazón,  y no en tu propia inteligencia. Reconócelo en todos tus caminos, y Él allanará tus sendas.
—Proverbios 3:5-6

Sí, Padre, porque esa fue tu buena voluntad.
—Mateo 11:26

Siempre me resulta increíble escuchar alegatos que sostienen que el cristianismo es un invento humano para reconfortar a las almas débiles. Sin duda, existe dicha y paz en seguir a Jesús, una paz que el mundo no puede otorgar. Pero hay una razón para que los seguidores de Cristo lleven una cruz: aquellos que seguimos al Dios crucificado estamos llamados a sacrificar nuestras vidas diariamente.

Si caminas junto a las vidrieras y estatuas de innumerables iglesias, tan hermosas como antiguas, verás constantes ejemplos de hombres y mujeres cuya fe les llevó a la hoguera, la decapitación, la tortura o el descuartizamiento. Todavía hoy en día, los marcados con la cruz corren el riesgo de ser crucificados.

Es poco probable que tú y yo nos enfrentemos a una persecución así. En Occidente estamos a salvo, hasta cierto punto. Porque la cruz salvadora es de todo menos un lugar seguro.

Algunos de nosotros arriesgaremos nuestra subsistencia cuando amoldemos nuestras vidas a las enseñanzas de la Iglesia de Cristo. Puede que perdamos relaciones. Ciertamente saldremos perdiendo en placeres.

Pregunta a cualquiera que haya seguido la senda del Señor durante un tiempo y descubrirás que, por mucho que palidezca en comparación a la dicha del Evangelio, ha tenido sus sacrificios.

Para mí, hay un sacrificio en particular que duele. A ver, me encanta el beicon, pero puedo pasar los viernes sin carne sin problemas. Y de todas formas, no querría ir acostándome por ahí con extraños. Mi reto no está en la doctrina moral o en la disciplina de la Iglesia; incluso cuando me siento tentada, hay un camino claro a seguir y estoy dispuesta a respetarlo a pies juntillas.

No, no son las grandes batallas. Es el pequeño esfuerzo diario por entregar la voluntad en las manos de Dios. Es el permanecer en la sombra de un sueño roto y decir “Sí, Padre”. Es aceptar la voluntad de Dios en su gracia cuando nos parezca que únicamente nos dice no.

Es entregarle no solo mi monedero y mi dormitorio y mis domingos por la mañana y mis sábados por la noche, sino también mi corazón, escribir un cheque en blanco con mi vida y prometer que seré Suya cueste lo que cueste.

Aquí está mi reto: cargar la cruz no es una cuestión de aceptar una dificultad o una serie de problemas. Es permitir que sus manos perforadas abran tus dedos, se aferren a tu voluntad y te ofrezcan bondadosamente intercambiar tu voluntad por la Suya. Está en mirar a una vida que no escogiste y a veces aceptar que seguirías sin escogerla, pero aun así dices “Sí, Padre”.

Quizás sea una cruz de Primer Mundo, pero es mi cruz: el sacrificio de mi voluntad en cada comida, cada libro, cada madrugada o cada mañana. Y me parece que es la cruz de todo discípulo de Jesucristo, la cruz que Adán y Eva se negaron a cargar sobre sus hombros y la cruz que más pesa en los más heroicos cristianos.

Pregunta a cualquier hermana o cualquier fraile qué voto es el más duro y apuesto a que 9 de cada 10 responderán que la obediencia. La pobreza no es problema cuando te están manteniendo e incluso la castidad se vuelve menos difícil con el tiempo, pero la voluntad propia únicamente muere 10 minutos después de que muere el cuerpo.

Me criaron para confiar en mi propia inteligencia, para ser fuerte e independiente, y me alegra haber recibido las herramientas para defenderme por mí misma. En muchas circunstancias, eso es exactamente lo que necesito hacer. Pero incluso entonces, siento al Señor que me llama a ir más profundo: dulce niña, entrégame tu corazón. No ya tu vida sexual o tu agenda diaria o tu tiempo de ocio, sino tu corazón por completo.

Pedazo a pedazo lo voy ofreciendo, reteniendo cuanto puedo y echándole de áreas que quiero gobernar, porque todavía no entiendo. No entiendo que Él es mi Padre, no entiendo qué es un padre, no creo que me ame de verdad, no tengo el valor de permitirle ser Dios. No confío en Él con todo mi corazón. Dependo demasiado de mi propio entendimiento.

¿Y sabes qué? Está bien. Porque no tengo que comprenderlo. No tengo que caminar orgullosa bajo mi cruz. No tengo que evitar mi caída. Todo lo que he de hacer es seguir volviendo a Él, continuar murmurando “Sí, Padre”, seguir entregándole cuanto pueda de mi corazón. No es fácil; nadie dijo que la religión de la cruz sería fácil. Pero es buena.

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