Ese camino que no te gusta te lleva a la felicidad pero necesitas confiar Sé que un camino para vivir una vida plena y feliz se logra cuando Dios me da el don de la santa indiferencia. Me parece algo lejano y hasta inalcanzable. Esa confianza plena en los planes de Dios. Tan plena que logra que me olvide de mis propios planes.
Y mirar ese camino que no me gusta como el camino de mi felicidad. Aunque vaya en contra de lo que tenía pensado. Me gusta esa actitud del que descansa en Dios y nada teme.
El otro día leía que “la religión no consiste en pedir sus dones, sino poner a Dios en el centro de toda búsqueda. Mientras buscamos los dones de Dios estamos referidos a nosotros mismos”[1].
Buscar a Dios y ponerlo en el centro me da paz. Ya no son mis proyectos, mis deseos, mis caprichos. Ya no es lo yo quiero sino lo que Dios quiere. Consiste entonces en cambiar la mirada.
Muchas veces mi tristeza se acentúa al recordar lo que pudo ser y no fue, al pensar en el momento de la pérdida, al revivir la angustia de ese pequeño o gran fracaso. Me recreo en ese dolor de entonces y lo vivo casi como si volviera a ocurrir. Pero incluso con más intensidad.
Vivo antes de que ocurra el drama que temo. Me anticipo al futuro para sufrir en presente lo que temo que ocurra. Y a veces con mi actitud negativa y desconfiada, acabo logrando que suceda precisamente lo que temo. Porque la actitud juega un papel tan importante en todo lo que hago…
Vivir con santa indiferencia significa poner todo mi empeño y ganas en lo que hago. Soñar con el éxito de mis empresas. Y confiar en que sea cual sea el resultado es un bien para mi vida aunque me cueste entenderlo.
Pedirle a Dios cada día el don de confiar, de abandonarme, de saber que el timón lo lleva Él. Y estar seguro de que siempre, pase lo que pase, Él no se baja de mi barca.
Pero yo a veces desconfío de Dios y de los que conducen mi vida. Y me cuesta ver a Dios en ellos. En sus opiniones y decisiones.
Decía el padre José Kentenich: “Él permite que ese timón sea guiado por hombres mortales, pecadores y falibles; pero precisamente en esto radica el heroísmo. Creo que habría que poner el acento en este tipo de heroísmo y no tanto en sabe Dios qué clase de mortificaciones corporales. Estoy convencido de que es más fácil triturar el cuerpo que asumir el heroísmo espiritual. Las otras cosas quizás contribuyan moderadamente a alcanzar la meta, pero lo fundamental es el amor y, con él, la confianza filial”[2].
Quiero ser un héroe en la confianza filial. Eso vale mucho más que mil esfuerzos ascéticos. Es la mayor renuncia que puedo hacer. Renuncio a sujetar el timón de mi barca. Eso exige de mí aprender a confiar y dejarme hacer:
“La espiritualidad basada en la confianza plena en Dios es la garantía más segura de la paz del alma y de la libertad de espíritu. El alma debe aprender a obrar no por propia iniciativa, sino en respuesta a cualquier demanda de Dios en las ocasiones de cada día. Su actuación debe estar siempre centrada en la voluntad de Dios revelada y manifestada en las personas, en los lugares y en las cosas que Él nos pone delante”[3].
Hacer su voluntad. Besar sus deseos. Abrazar su cruz. Es un verdadero salto de fe. Ese salto audaz que pido cada mañana para ser feliz. Para no vivir angustiado con la vida que me toca.
Es la actitud del que ya se ha desprendido de sus deseos propios para abrazar como propios los deseos de Dios. Es un misterio y a veces me parece algo inalcanzable. Yo solo no puedo. Miro a Jesús y confío.
[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros