Más allá de su figura como actor, es imposible entender la figura de Douglas sin su talante exigente y su instinto cinematográficoEn la reciente Trumbo, Kirk Douglas aparecía como personaje de ficción –bajo el rostro del actor neozelandés Dean O’Gorman– para salvar al protagonista del ostracismo ofreciéndole (re)escribir el guión de Espartaco sin atender a listas negras, y enfrentándose abiertamente y sin miedo a líderes de opinión como Hedda Hopper (Helen Mirren).
Se trata de un retrato sin aristas, un tanto idealizado –como, en general, toda la película en sí, que confunde lo bienintencionado con lo mojigato–, pero que refleja con notable fidelidad el estatus de Douglas dentro de la industria de Hollywood de aquella época, así como el poder con el que por entonces contaba para ajustarse los proyectos a su propia medida.
Para alguien que, como ha reconocido públicamente en numerosas ocasiones, se labró el camino hacia el estrellato desde la pobreza más absoluta –a base de una disciplina absolutamente espartana, y una capacidad casi sobrehumana para sacar dinero de debajo de las piedras–, era lógica cierta necesidad de control sobre su carrera, de evitar quedar en manos de los grandes productores hollywoodienses.
Una vez, Douglas perdió el dinero que tenía para pagarse la Universidad St. Lawrence en una timba, y su madre le dijo: “¿Y por qué apostar en las cartas? ¿Qué saben acerca de ti? ¿Qué les importa? Si quieres apostar, apuesta por ti mismo”. Y desde entonces, eso es lo que hizo el actor/productor: apostarlo todo por sí mismo.
De ahí que rompiera contratos tanto con Hal B. Wallis como con Warner Bros, y que, desde 1952, no consintiera ligarse a ningún gran estudio. Kirk Douglas quería decidir qué rodaba y con quién, así que el paso que dio en 1955 con la creación de su propia empresa, Bryna Productions, era más que esperado, inevitable.
Claro que si su apuesta inicial como productor, el western Pacto de honor, fue más bien conservadora, desde entonces Douglas se lanzó a proyectos cada vez más arriesgados y más personales: Senderos de gloria y Espartaco de Stanley Kubrick, Los vikingos de Richard Fleischer, El último tren de Gun Hill de John Sturges, El último atardecer de Robert Aldrich, Siete días de mayo de John Frankenheimer… E incluso le produjo a este último dos películas posteriores, Plan diabólico y Grand Prix, sin su intervención frente a las cámaras.
Explicaba con notable ironía el director Melville Shavelson –para quien produjo y protagonizó La sombra de un gigante– que el gran problema de Douglas es que “era inteligente”, y, lo que es peor, “no sólo se leía los diálogos de todos los personajes de la película, sino también las indicaciones de cámara. Algo considerado indecente”.
Eso le llevaba a discutir, a cuestionar cualquier decisión creativa con el objetivo de mejorar cada película en la que intervenía –sobre todo aquellas en las que participó como productor–, a veces para bien, a veces para mal.
çAsí allanó el camino a otras estrellas de Hollywood que han venido detrás de él, y que han acabado de darle forma a la figura del actor-autor, que es quien, a partir de sus propias inquietudes expresivas y manteniendo un control férreo sobre la producción, moldea su propia imagen y su percepción como intérprete a partir de los proyectos en los que se embarca.