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Hasta el último hombre: Sobre humanos y héroes

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Tonio L. Alarcón - publicado el 02/12/16
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Hemos tenido que esperar una década antes de volver a ver a Mel Gibson tras las cámaras, pero el resultado es absolutamente deslumbranteVivimos en una sociedad que tiende a la polarización. Que no admite, o al menos le cuesta admitir, la complejidad intrínseca de los sentimientos del ser humano, y prefiere, para su tranquilidad, juzgarlos –o juzgarnos– desde esquemas mucho más simples, más directos. De ahí que tendamos a etiquetar en términos binarios: bueno/malo, simpático/antipático, guapo/feo, cool/viejuno… Como si con un solo golpe de pluma se pudiera perfilar toda la riqueza de matices –para lo bueno y para lo malo– que nos define como especie.

De ahí que, por más que me provoquen repulsa algunos de los comportamientos y de las declaraciones públicas que Mel Gibson ha proferido en la última década –fuera o no bajo la influencia del alcohol–, no pueda, igualmente, dejar de admirar su obra como director.

Una filmografía cortísima –cuatro títulos antes del estreno de Hasta el último hombre– que, aun así, ha dado muestras desde el principio de una personalidad expresiva tan fuerte, tan reconocible, que, de no haberse interpuesto su tendencia al exceso y al conflicto, podría haberle consolidado frente al público como el autor brillante, de inmenso talento visual, que deja ver su obra a poco que se le preste atención sin prejuicios.

Una década después de lanzarse a un proyecto tan loco, y tan absolutamente apasionante, como Apocalypto, Gibson entona en Hasta el último hombre –al fin y al cabo, un proyecto de encargo que le llegó de manos de un antiguo colaborador, Randall Wallace– cierto tono de mea culpa.

No es difícil ver en el retrato que hace del alcohólico y violento padre del protagonista, Tom Doss (Hugo Weaving), una proyección de sus propios demonios personales –así como éste cae en la bebida por un trastorno posttraumático no tratado, Gibson está diagnosticado como bipolar–, de la misma manera que queda claro que su héroe Desmond Doss (Andrew Garfield) es un deseo, un objetivo a alcanzar, para alguien plenamente consciente de sus errores y de sus limitaciones. Alguien que desea abrazar su fe con la misma entrega, generosidad y espíritu de sacrificio que está retratando sobre la pantalla.

Se ha reiterado ya, y se reiterará en muchas más ocasiones, la similitud en la crudeza de las escenas bélicas de Hasta el último hombre con la del arranque de Salvar al soldado Ryan. Y aunque es cierto que ambas comparten la inquietud por retratar con autenticidad el horror de la guerra, lo cierto es que Gibson no dota a la incursión estadounidense en el acantilado de Maeda del más mínimo sentido épico. No hay honor ni orgullo en los enfrentamientos, sino solamente muerte y destrucción, y además absolutamente caótica, desesperada, puro instinto de supervivencia desatado.

En semejante contexto, Doss no es un héroe porque salve a sus compañeros (mal)heridos. Lo es porque se enfrenta absolutamente desarmado a un auténtico infierno, y aun así, es capaz de mantener intacta su humanidad, su sentido de la compasión, hasta el punto de (intentar) salvar también a soldados enemigos al borde de la muerte.

 

 

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