Una metáfora zombi funciona también perfectamente como crítica a la sociedad mediática postelevisivaCharlie Brooker es uno de los showrunners de moda. Después de que Netflix haya comprado su Black Mirror (2011-) y de que la tercera temporada haya sido un éxito, con episodios inolvidables como “Nosedive” o “San Junipero”, la pregunta sobre este articulista del The Guardian, escritor y guionista televisivo, ha crecido entre las audiencias.
Y lo que solemos hacer para descubrir quién es alguien es ver lo que ha hecho antes, y es mucho más fácil y rápido ver sus teleseries del pasado que leer sus libros o ver sus entrevistas en Youtube, que ya digo que son muchas y merecen atención por su preclara inteligencia wallaciana.
Uno de los ensayos para llegar a la perfección de esa serie-provocación que es Black Mirror, es el de Dead Set (2008), una miniserie (que en muchos países se estrenó como un largometraje de formato estándar) que juega a ser una crítica de nuestra cultura del reality desde el sub-género zombi. El resultado es muy notable.
Aprovechando las características habituales de este tipo de productos sobre muertos vivientes, Brooker sitúa la acción en el plató del Gran Hermano inglés, y convierte la famosa casa infestada de cámaras en el escenario de una parodia de lo que vivimos protagonizada por personajes absolutamente planos y estereotipados (la rubia tonta, el travestido inteligente, la promiscua sexy, el forzudo con una neurona, el pícaro inmigrante, el apocalíptico incoherente, el productor cínico, la presentadora ególatra, etc.).
La cuestión es que vemos que la metáfora zombi funciona también perfectamente como crítica a la sociedad mediática postelevisiva, como lo ha hecho previamente cuando ha fijado su diana en los totalitarismos políticos, las exclusiones sociales o incluso los abusos económicos neo-liberales.
El estallido de la misteriosa enfermedad sucede fuera del plató, justo en el momento en que Davina McCall –la verdadera presentadora de Gran Hermano en Channel4 desde el año 2000 hasta el 2010, que, en uno de los habituales tirabuzones metaficticios de Brooker, se interpreta aquí a sí misma en esta ocasión- se prepara para entrar en antena. En los estudios, al recibir la noticia de los continuos ataques, se empiezan a preocupar, pero no por los muertos que se están produciendo, sino porque van a perder audiencia.
La secta de la televisión empieza a enseñar ahí sus colmillos y sus vergüenzas, que van a ser especialmente aireadas en el comportamiento irreverente e inhumano de Patrick, el productor, que acabará muriendo a manos de los infectados al grito de “tengo mucha mierda para vosotros”, mientras estos le arrancan los intestinos y se alimentan de ellos.
A partir de ahí, dentro de la casa, se dan cuenta de que ya nadie les mira y, a pesar de ello, siguen siendo carnaza para los antiguos espectadores, ahora transmutados en hambrientos no-muertos. De todos modos, pese a su situación de privilegio, los concursantes perderán progresivamente la partida ante la horda debido a su falta de cohesión y solidaridad y a su ceguera egoísta.
Brooker demuestra de un modo minimalista y muy pop serie B gore que nuestra sociedad tiene lo que se merece y que lo que sucede en la televisión en nuestros tiempos tiene mucho que ver con lo que la audiencia ya es en acto.
Al final, resulta muy interesante un juego simbólico que se establece entre el ojo de zombi de Kelly -la ayudante de producción que se convierte en la última superviviente en convertirse, precisamente en el confesionario- y su superposición con el logo del programa, ese ojo simbólico y sangriento que ya significa tanto para los habitantes de nuestra era, porque es a la vez el ojo tolkiniano de Sauron y el ojo orwelliano del Gran Hermano que nos vigila.
Con ese juego visual se nos señala algo brillante y a la vez sencillo: que ese gran ojo está hecho de las pequeñas conductas escópicas y exhibicionistas de cada uno de nosotros, y que es eso y no un mal externo lo que nos deshumaniza pornográficamente hasta convertirnos en consumidores de imágenes consumidos por las imágenes.
Una miniserie británica digna de visionado y posterior reflexión, aunque, eso sí, requiera estómagos adaptados al género.