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El show de Trumpman

Donald Trump

© Gage Skidmore

César Nebot - publicado el 27/11/16

El presidente electo despliega su espectáculo emocional para recoger el descontento apelando a la identidad estadounidense

Tras un largo año y medio de campaña electoral, los estadounidenses han elegido presidente y contra todo pronóstico este ha sido Donald Trump. La imagen de personaje grotesco y esperpéntico difundida por los medios de comunicación no ha resultado determinante para que su carrera hacia la Casa Blanca se viera frustrada.

Tras las elecciones, es inevitable la pregunta, aparte de por qué fallan los sondeos demoscópicos, de cómo un personaje tan abyecto ha obtenido tantos votos.

Más de 59 millones de estadounidenses votaron a quien se definía como xenófobo, dispuesto a impugnar las elecciones si no ganaba, a quien hacía gala de mujeriego y machista, incluso a quien su propio partido había denostado en un acto casi de autoinmolación electoral.

Este personaje que no ha dudado en embarrar la campaña electoral es hoy el presidente de la nación más poderosa del mundo. Pero lo inquietante no es el legítimo ejercicio de democracia del pueblo americano, sino que el alcance de las decisiones del nuevo presidente no sólo afectan a su propia nación.

Más de uno se plantea si algo no está funcionando bien cuando personajes así se alzan con la presidencia de uno de los países con mayor historia democrática o cómo en el Reino Unido consiguen comprometer la relación con la Unión Europea en el caso del Brexit.

No es nuevo que ciertos personajes grotescos alcancen ámbitos de decisión política; el expresidente de Italia, Silvio Berlusconi, o alcaldes como Jesús Gil en Marbella son claros ejemplos. Lo inquietante en este caso es el grado de influencia de la política de los Estados Unidos en el resto del mundo.

El mundo contiene la respiración ante qué puede pasar con las políticas sobre el cambio climático, los conflictos de Oriente Medio, la guerra de Siria, la internacionalización de la economía, el desarme nuclear, la política de migraciones, y así un largo etcétera. Y todo esto bajo el legítimo ejercicio de democracia.

Para entender cómo el americano medio ha optado por un personaje como Donald Trump, hay que analizar precisamente eso, el personaje que representa y no tanto lo que es. Quién es Trump, en realidad no lo sabemos, pero sí qué representa.

Formado en Economía y Antropología en la Escuela de Negocios de Wharton y con un extenso currículum en el mundo de los negocios y la construcción, Trump es consciente de que el votante es un comprador y lo trata como tal. Así pues, se presenta con un papel bien medido al estilo telepredicador o vendedor de teletienda y eso cala en una sociedad acostumbrada a esos modos de venta.

Como showman opta por la política de comunicación más que por la comunicación de políticas. Tener ideas y proyectos sobre lo común no es rentable, exige un esfuerzo de comprensión del votante acostumbrado a las decisiones del impulso de teletienda.

El populismo y la demagogia se manejan mejor en ese tipo de entornos cada vez más habituales en Occidente donde la política ha pasado de los parlamentos a los platós de televisión.

Por demás, es necesario aproximarse a los parámetros en los que se mueve el votante medio de EEUU y no cometer el error de interpretarlo desde ópticas ajenas. Los estadounidenses llevan de serie, comprado a nivel genético, el sueño americano. Su país es un país de oportunidades y de libertad y si siguen las reglas y se esfuerzan pueden decidir qué vivir y por lo tanto tener éxito.

A diferencia de la vieja Europa, cuya clase media interiorizó durante siglos la resignación de sólo decidir cómo vivir y no el qué, en la tierra de las oportunidades quien no tiene éxito es culpable de su destino.

Resulta impensable que el americano pueda atender a quien no se muestre con éxito y, por otra parte, puede llegar a disculparle todo a quien reafirma con su éxito el relato del sueño americano. Así pues, para un americano el establishment será un referente y no, como en Europa, un rival en la lucha de clases.

No obstante, para entender por qué Trump se ha impuesto a Clinton, ambos exitosos y provenientes del establishment, propongo tomar como punto de partida una escena muy ilustrativa de la película de Los hermanos Marx en el Oeste en la que al grito de “Traed madera” consiguen que el tren que se había quedado sin combustible siga su camino a costa de sacrificar la madera de los vagones de cola.

El pueblo americano viaja en ese tren sentado según estratos sociales desde el vagón de cabeza al de cola. Pero cada uno sentado siempre con la mirada puesta en los de delante, en los que han cosechado éxito.

El capitalismo del establishment mueve la locomotora de la actividad económica y bajo el pretexto de la economía de desbordamiento, los pasajeros de todos los vagones viven el sueño americano como la esperanza de que su esfuerzo sea correspondido con la ansiada oportunidad para cosechar el éxito.

Pero tras la grave crisis, la mayoría de la clase trabajadora no se está beneficiando de la supuesta recuperación. Habiendo retrocedido en poder adquisitivo, con pocas coberturas sociales y con el temor del desempleo crece el descontento.

Desde los vagones de cola hacia delante, las paredes que resguardaban a los pasajeros van desapareciendo al grito del establishment de ¡Traed madera! para que la locomotora no se pare. La clase media va mirando atrás porque a su alrededor comienza a hacer frío.

A pesar de la fórmula tan socorrida del pan y circo, cada vez es más difícil centrar la atención para disimular la realidad: la economía del desbordamiento es una careta que con el traqueteo del tren se descuelga para mostrar la economía de exclusión.

El rumor del descontento pone en evidencia el divorcio social entre la locomotora y los vagones de cola. A mayor precariedad, la respuesta pasa a ser un mayor circo. Pero llega un momento en el que el propio establishment pasa a tener un problema. Así como el sueño de la razón produce monstruos, al establishment le ha nacido una vuelta de tuerca de circo, un Donald Trump.

Donald Trump se alza de entre los vagones del establishment, dirigiéndose a todos los pasajeros. Es un hombre de éxito que refuerza el sueño americano y como showman que atrae las miradas despliega su espectáculo emocional para recoger el descontento apelando a la identidad estadounidense. “América, lo primero”.

Pero además, toma distancia con un “Yo no soy político” del establishment que representa Clinton. Para culminar su estelar aparición señala la amenaza que viene de fuera con un mensaje xenófobo y racista, un ¡que vienen los indios!, “haré un muro que pagarán ellos” y proteccionista como solución para la industria propia.

Trump no necesitaba comunicar grandes políticas perfectamente hilvanadas ideológicamente con una visión coherente y consecuente. Simplemente mostrarse como adalid del que defiende América frente a los ataques de los que están en la locomotora quemando madera y los que están fuera del tren que desean subir.

En la política show actual, sus votantes han usado el ecualizador que rebaja lo abyecto para centrarse en aquello que les ha convencido. Bajarse del tren no es una opción.

Bajo este prisma, el nuevo presidente de los EEUU permite perpetuar como cura paliativa el sueño americano a los pasajeros de un tren cada vez más maltrecho. Pero esto tiene dos trampas. La primera es ¿qué sucederá cuando el show termine? ¿Quedará algo del tren? ¿Cuántos se caerán por el camino? La segunda es: mientras dure el realityEl show de Trumpman, ¿los efectos sobre la política y la economía mundial vendrán para quedarse o se irán mitigando?

Pónganse cómodos, bienvenidos a El Show de Trumpman.

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