Entrégala y recibe a cambio la libertad interiorEl poder más grande es el poder del perdón. Jesús perdona a los que lo matan. Ama y perdona. Se libera y libera al que perdona. Dice Miriam Subirana: “Perdonar nos permite recuperar nuestro poder interior”.
Jesús no sólo me pide que no me baje de la cruz. No sólo me pide que no use mi poder para salvarme, para defenderme. Me pide algo más grande y más difícil todavía. Me pide que perdone incluso al que me hace daño de forma injusta para ser más libre. Para no estar atado a nadie por mi odio, por mi rabia. Quiere que perdone con el corazón.
¡Qué difícil perdonar subido a la cruz! Con los clavos lacerando mi carne. Me cuesta mucho esta impotencia de Jesús que perdona. Este abandono doloroso. Esta injusticia perdonada. Me duele tanto…
Me rebelo con frecuencia ante las injusticias, ante las mentiras, ante las falsedades. Jesús me pide que sea impotente. Que deje que venza en mí su amor. Que me haga víctima de su amor. Víctima de mi amor por los hombres.
En mi impotencia está escondido mi verdadero poder. Pero no me lo acabo de creer. Veo a Jesús sufriendo en la cruz y yo mismo quiero que se baje. Quiero bajarlo a la fuerza, con violencia. Que acabe el dolor y el sufrimiento.
Me pasa cuando veo sufrir a alguien a quien quiero. No quiero su dolor e intervengo. Deseo que se acabe todo y uso mi poder. Quiero que deje de sufrir. Que se salve. Que viva. Me desconciertan el silencio de Dios y su muerte injusta.
Pero Jesús no se baja de su cruz. Tampoco se baja de mi cruz. Y me pide que tampoco yo me baje y que además perdone. Que no quiera usar mi poder para defender mis privilegios, mis derechos, mis poderes.
Quiere que renuncie a mi bien por amor. Que me entregue en sus manos por amor. Quiere que confíe. Y que venza en mi impotencia. Él me salva. No bajándome de la cruz, sino dándome fuerzas para que sepa vivir con libertad en lo alto de mi cruz.
Algunas personas en Schoenstatt hacemos un acto de profundización de nuestra alianza de amor con María que se llama poder en blanco. En ese acto le entregamos a María un cheque en blanco, sin cifras, firmado por nosotros. Un poder para que Ella disponga de nuestra vida.
De alguna forma le decimos: “Haz lo que quieras con mi vida. Reina en mi corazón. No quiero controlarlo todo. No quiero conservar mi poder. Te lo entrego a ti”. Es la impotencia como camino de santidad. El abandono como renuncia a ejercer todos mis derechos.
La vida es don y se me olvida. Y me empeño en controlarlo todo. Pienso que la vida es como esos hijos que se sientan a repartir la herencia de sus padres. Se pelean entre ellos porque cada uno quiere la mejor parte.
Se creen con derecho a ella. Rompen la familia. Faltan al amor. Se creen con derecho a algo que no les pertenece. Es de sus padres. Ellos no lo han ganado. Pero esa lucha por el poder los rompe por dentro.
A veces somos así nosotros en la vida. Nos creemos con derechos. No estamos dispuestos a ceder, a callar, a renunciar. Apelamos a la justicia. A la verdad. Y eso nos hace sentirnos seguros. Pero en el fondo nada es nuestro. La herencia no es nuestra. La vida no es mía. Sólo administro como siervo inútil lo que Dios ha puesto en mis manos.
¿Por qué me cuesta tanto dejar el timón de mi vida en las manos de Dios? Ese gesto de entregar el poder, de pedirle a Dios y a María, que sean reyes de mi vida, es el camino de la verdadera santidad. Entrego mi impotencia. Y recibo a cambio la libertad interior. No es magia. Pero sí es un camino que quiero recorrer.