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Soy soltero, ¿pasa algo conmigo?

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Magdalena Galek - publicado el 21/11/16
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Hasta que no me acepte a mí mismo, no me quiera, no me admire, no dejaré que otra persona lo haga

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Ser single fue durante muchos años para mí una piedra en mi zapato que no me permitía avanzar. Veía la soltería como una maldición que te condena a la tristeza, como prueba de que algo no estaba bien en mí.

Me parecía que era diferente al resto. Estaba convencida de que fallaba algo, que en algún lugar profundo dentro de mí se escondía ese “algo” misterioso, algo vergonzoso.

No necesito mencionar que deseaba parecerme físicamente a las modelos de las portadas de las revistas, retocadas con Photoshop.

¡Quien de vosotros no cree que alguna parte de vuestro cuerpo es demasiado gruesa o demasiado delgada… ! Es la plaga de nuestros tiempos: insistimos haciendo pruebas fallidas para encajar en el patrón dictado por la moda. Yo era demasiado perezosa para seguirlos. No me dejaba llevar por las dietas extremas . Solo pensar que tenía que salir a correr me entraban escalofríos. Entonces, vivía así, insatisfecha con mi propio cuerpo.

Hoy en día, no me sorprende que no saliera entonces con chicos. Y no lo digo por esa “deficiencias” superfluas que menciono en mi párrafo anterior.  ¿A quién le gusta salir con una persona que no se siente a gusto consigo misma?

Bueno, también los hay valientes. Conocí a varios hombres a los que no les molestaba mi actitud repulsiva hacia mí misma. Por desgracia, no les di ninguna oportunidad, por más mínima que fuera, de pasar tiempo juntos, de llegar a conocernos, en estar cerca. ¿Por qué? ¿Cómo es posible?

La primera razón: yo jugaba a ser Dios. ¿Cómo? Simplemente porque al conocernos por primera vez, no pasaban más de tres segundos para que decidiera que ese chico no era para mí porque estabaconvencida de que cómo era, lo prejuzgaba.

La segunda razón la explicaré con un ejemplo. Hace exactamente un año, en la boda de unos amigos, mientras hacía cola para felicitar a lo novios, se me acercó un guaperas sonriendo.

Durante una breve conversación me preguntó si había venido acompañada de un amigo que estaba al lado. Le contesté que no y él me dijo: “Entonces te secuestro”. ¡Una escena de película! Por desgracia, después ya no fue como en una película. Me quedé clavada en el suelo.

Aunque por dentro sentí la emoción y el deseo de aventura, no lo expresé ni con un gesto, ni una palabra, ni una sonrisa. No se me movió ni un pelo. Durante esos pocos segundos, esperando mi respuesta en silencio, en mi cabeza hice un comentario negativo: Creo que se confunde. Este tipo de cosas suceden solo en las películas.

Creía que era imposible que alguien así se interesara por mí. Al no percibir ningún interés por mi parte, el chico pensaría que era una chica bastante creída o aburrida… ¿Fue así? No lo sé. Tal vez algún día me atreveré a preguntárselo porque la anécdota termina aquí.

El chico desapareció, no hubo secuestro. Me quedé sola con la decepción y algunas preguntas sin respuesta: ¿Le gustaba o no?

¿Qué puedo hacer la próxima vez cuando alguien me quiera conocer más de cerca? La respuesta fue simple: amarme a mí misma. Entendí que mientras no me aceptara a mí misma, no me amara, no me admirara, no dejaría a que otra persona lo hiciera conmigo.

Como dice el mandamiento: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22:39).

Pero, ¿de dónde sacar este amor a uno mismo? ¿Se puede “fabricar” de alguna manera? Me dirigí a los principios. A lo tiempos de la creación. Me convencí de que Dios es amor y que una vez se sentó y me creó. Me diseñó a gusto.

Pintó todos los colores de mi personalidad y los cifró muy bien. Tal vez suena a cuento de hadas, pero me funcionó. Empecé a conocerme, a descubrir el secreto de mi ser. A descubrirlo delante de mí y lo que es importante, delante de otras personas.

Hoy siento que hay mucha belleza en mi interior y de la antigua oscuridad vergonzosa no queda nada.

Aceptando todos los aspectos de mi personalidad -los defectos, las ventajas, la sexualidad y los sentimientos- no necesito parecerme a alguien que no soy.

No me convierto ya en una estatua de sal, sino que doy gracias con alegría cuando alguien me dice que soy hermosa. Ya no quiero situarme en el lugar de Dios y decidir quién es el modelo defectuoso y quién es el perfecto.

¿Y cuál de ellos seré yo? Prefiero tener los pies en el suelo estando delante de la persona y maravillarme con el milagro que es. Sin esperar, tiene que quererme, gustarme, llenar el vacío o darme algo.

Y esta es mi bendición de ser una single. Si estás leyendo esto, es probable que también lo seas.

¿Te atreves a descubrir lo maravilloso/a que eres?

 

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