¡Cuántas veces en la historia Dios ha sido excusa para crear separaciones y muros! Dios siempre une. Nunca separa. Siempre allana caminos y destruye muros. Ante Él todos somos iguales.
Hoy en el evangelio saduceos y fariseos buscan a Jesús para aumentar el odio que se tienen: “En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron”. No buscan la verdad, sólo quieren resaltar sus diferencias.
¡Cuántas veces en la historia Dios ha sido excusa para crear separaciones y muros! Pienso en la pena de Jesús hoy al escuchar esta pregunta. Dios siempre une. Lima diferencias. Restablece los vínculos rotos.
Me recuerda al papa Francisco en su visita a Suecia. Ha dicho: “La unidad entre los cristianos es una prioridad, porque reconocemos que entre nosotros es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. El diálogo entre nosotros ha permitido profundizar la comprensión recíproca, generar mutua confianza y confirmar el deseo de caminar hacia la comunión plena”.
En Cristo todos somos hombres en búsqueda. La fe verdadera siempre me acerca al otro, sea cual sea su fe, su condición, sus ideas. Sea cual sea nuestra historia pasada de desencuentros y separaciones. Cristo nos une. Nunca nos aleja.
Pero la actitud del Papa ha puesto inseguros a algunos. Les hace dudar. Creo que el camino más cercano entre dos hombres es Dios. Pero también puede ser el más largo cuando las diferencias separan. ¡Cuántas veces usamos su nombre en vano! Como hoy en el evangelio.
A veces la idea de Dios separa y destruye. Dios, el Dios vivo, el Dios verdadero, sólo une, sólo acerca, sólo crea puentes. Nosotros tantas veces separamos.
Hoy se acercan unos hombres a Jesús sin confiar en Él. No quieren aprender de Él. Son saduceos y ya tienen su idea preconcebida sobre la vida y sobre la muerte. Sólo quieren usar a Jesús para demostrar frente a los fariseos que tienen razón. No están abiertos a Jesús.
No están dispuestos a desmontar todo lo que siempre han pensado para empezar un nuevo camino. A veces somos así. Tenemos nuestra idea de Dios. Y sólo buscamos formas de demostrar que tenemos razón, que estamos en lo cierto.
Nos parapetamos en nuestra postura. Nos cerramos. No nos abrimos al otro. No creemos estar equivocados. Eso es para mí envejecer. Es la incapacidad de abrirse a lo nuevo. De encontrarse con Jesús y convertir el corazón un poco más. No una vez, sino mil veces.
Me gustaría que Él me vaciase de mis posturas rígidas. Me gustaría volver siempre a comenzar de su mano.
Nosotros a veces hacemos lo mismo que los saduceos. Nos acercamos a Dios para que ratifique nuestra forma de pensar. Nuestros dogmas. Nuestras categorías inamovibles. Nuestra postura irreconciliable con otras.
Frente a Dios quisiera ser siempre un niño con capacidad para aprender. Quisiera ser capaz de abrir ventanas nuevas que nunca he abierto. Quisiera siempre fiarme de Dios, del Papa, de las personas a través de las cuales hoy Dios me habla.
Quiero reconocer que Jesús lleva las riendas de mi vida mejor que yo. Me gusta la gente firme, que sabe lo que quiere, que siente en su corazón una fe personal y original. Me gustan esa firmeza y esa claridad.
Pero también, lo reconozco, me gusta cuando esos mismos se rompen para volver a aprender todo de nuevo. Quiero ser así y dejarme complementar por otros.
Hoy estos saduceos no conocieron de verdad a Jesús. Se acercaron con su mente, no con su corazón. Y se acercaron con su idea ya hecha. Con su rabia contra los contrarios. Discutiendo sobre la vida eterna mientras tanta gente se moría de hambre, de enfermedad y soledad.
No reconocieron a Jesús ni vieron en Él al hombre que podía responder a su sed más honda. No vieron su misericordia ni se acercaron con el corazón abierto. Sólo buscaban demostrar que tenían razón. O mejor aún, demostrar que los fariseos no la tenían.
Pienso en la pena de Jesús. En su desilusión. No pudo llegar a todos los hombres. No pudo tocar el corazón de todos. Él vino a sanar a todos. Y no pudo.
Yo a veces no reconozco a Jesús en mi vida. Me pierdo en mis razones y teorías. Dios camina delante de mí, con su corazón abierto para amarme. Pero yo soy el que no estoy. Jesús tiene paciencia. Tiene un tesoro en su alma que a veces no le pido. No quiero vivir buscando respuestas que me dejen contento.
Jesús conoce el corazón de los que se acercan. Ve más allá de la pregunta. Y responde a su duda absurda basada en un caso imposible y poco real, alejado de la vida.
Jesús pierde su tiempo con ellos. Se pone a su altura sin problema. Va al fondo de la cuestión. Y les responde directamente, con nobleza y transparencia. Habla sobre la vida eterna.
No se lo han preguntado. Pero es la pregunta que todos llevamos grabada en el corazón. “Cómo será el cielo? ¿Cómo es la vida eterna? ¿Con quién estaremos al lado de Dios para siempre? “Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’”.