No puedo alejarme del mundo por miedo a desengañar, a herir y a ser heridoQuiero aprender a ver en las caídas y limitaciones, mías y en las de los otros, un camino hacia la misericordia de Dios. Ver a Dios en mí mismo cuando no lo hago todo bien. Ver mi pecado no como una barrera que me impide ver el cielo. Sino como una puerta que se me abre al corazón del Padre. No es tan sencillo ese salto audaz.
Decía el padre José Kentenich: “Hemos enfocado demasiado nuestra atención en las virtudes morales. Por eso, si me siento limitado, si veo en mí todavía muchos obstáculos, eso me aflige. ¿De qué manera os aprovecha cada circunstancia de la vida para hacer de ella una escuela de amor? Aprendiendo a alegrarme íntimamente de nuestras limitaciones porque cuanto más grandes sean mis limitaciones, tanto más derecho tendré al amor de Dios eterno”[1].
Porque son las virtudes morales las que me atraen. La perfección en la entrega. La fidelidad sin mancha. Me cuesta entender que mi pecado pueda ser una puerta abierta al amor de Dios. Me cuesta entender que mi debilidad pueda llevarme al cielo y ser una fuente de esperanza para tantos.
Miro mi trabajo bien hecho y sonrío. Pero, ¡cuánto me cuesta sonreír cuando nada me sale perfecto! Es la gran tarea de mi vida. Quiero aprender a ver en mis limitaciones el camino más rápido para tocar la misericordia de Dios.
Ver que mi limitación no me ata, no me bloquea, no me limita. Al contrario, es un camino abierto que me muestra el horizonte amplio de la misericordia. ¡Cuánto me cuesta verlo! Quiero ser perfecto, hacerlo todo bien, ser inmaculado. No lo logro.
Sé que tengo más derecho a la misericordia del Padre cuando me vuelvo hacia Él con mi corazón herido. Sé que Dios se conmueve ante mi debilidad, pero ¡cuánto me cuesta a mí conmoverme con la debilidad de los que me rodean! Los quiero perfectos. Y en sus heridas me cuesta ver la herida de Jesús, su costado abierto.
Veo el pecado en otros y juzgo al pecador. No como en su mesa. No me acerco. Me cuesta aceptar la debilidad en los demás. También me cuesta en mí mismo. Veo al pecador y no veo la puerta abierta de la misericordia. Veo mi pecado y no veo un camino hacia la vida.
Sé que por los vínculos humanos rotos toco más el amor de Dios que se abaja sobre mi vida rota. Jesús levanta su mirada para fijarse en mí.
Sé que en el vínculo humano toco a Dios. En el vínculo humano que ha experimentado la decepción y el desengaño. Ahí toco el amor de Dios. El amor humano que se manifiesta en mis límites, en los de aquellos a los que amo, ese amor es un camino directo hacia el cielo.
No me alejo de lo humano por miedo a ser esclavo, a ser atado por mis sospechas. No quiero desconfiar de lo humano pensando que me aleja de Dios. Precisamente ahí, en los límites humanos, se encuentra Dios regalándome su misericordia, tendiéndome la mano para subir más alto.
No quiero dejar de amar por miedo a perder. No puedo alejarme del mundo por miedo a desengañar, a herir y a ser herido. Amo en lo concreto, en presente. Siembro semillas de eternidad por donde paso. Así lo hace Dios con mi vida.
Aunque me duela el alma al enterrar mis raíces. Aunque a veces los vínculos me duelan y desgarren. Es el camino que Dios quiere para mí. Echar raíces. Es lo que hizo Jesús al pasar por la tierra. No vio en el pecado un motivo para el rechazo, sino para la misericordia.
No rehuyó a los pecadores, comió con ellos, entró en su casa. No se negó a vivir con aquellos cuya vida estaba llena de codicia. No rechazó al que no llevaba una vida perfecta.
El que se cree justificado no busca el amor de Dios. Sólo quiere el premio, la admiración, el elogio. El pecador, el que llevaba una vida imperfecta, sólo espera la misericordia. No busca el reconocimiento, sólo el perdón. No pretende la alabanza, sólo anhela la mirada llena de misericordia del Padre al final del camino.
[1] J. Kentenich, Textos escogidos de la misericordia. P. Wolff