Una reflexión sobre la corriente pedagógica hoy a la moda: las inteligencias múltiples¿Quién no se acuerda de “Rain Man”? ¿Y de “El secreto de la pirámide”? ¿Qué tal aquella fantástica “Good Morning, Vietnam”? Todas ellas dirigidas por Barry Levinson, que tuvo un momento, allá por los noventa, en el que parecía que dominaba cualquier género con soltura. Incluido el tema político-cómico con la infravalorada “La cortina de humo”.
Pero en 1984 eligió dirigir una película nada fácil de hacer y con un actor casi a punto de empezar el declive de su carrera como intérprete: Robert Redford. La película: El Mejor.
La historia, a vuelo de pájaro, puede tener un aire de familia a “Campos de sueños” (aquella de un todavía joven Kevin Costner), pues va sobre béisbol y posee algo parecido a un realismo mágico en ciertas escenas y partes sugerentes de la trama. La historia de “El mejor” es sencilla: un joven zagal de la América rural de los años 20 (Robert Redford: Roy Hobbs) es un prometedor jugador de beisbol, pero, justo antes de iniciar su carrera, un fatídico acontecimiento le hará retrasar casi 15 años su aparición en las ligas profesionales.
Dos van a ser los grandes temas dignos de pensar y disfrutar en su visionado. El primero, y para saber de qué estamos hablando, se tiene que tomar desde el mismo el título original. En español lo tradujeron como “El mejor”, y no es mal título, pero es mejor el original: “The natural”. “El mejor” hace referencia a lo que Roy siempre ha deseado y dice en varios momentos de la película: “que cuando vaya por la calle la gente diga ‘ahí va Roy Hobbs’ el mejor jugador de todos los tiempos”.
Hobbs puede batir todos los records posibles. Pero para ello cuenta con una ventaja. Al inicio de la película un Roy está con su padre lanzando unas bolas al lado de su granja. Aún siendo un niño, tal es la potencia de su brazo que es capaz de romper una valla de madera. Su padre sonríe y le dice algo que va a ser la primera gran estructura del guión: “Tienes un don Roy. Pero eso no es suficiente. Si sólo confías en él, fallarás”. En inglés original el título de la película es “The natural”. El título condensa tanto el don que tiene como la forma innata que lo posee.
En la cultura que vivimos parece que todos hemos nacido con un don, y que ese don se entiende como un tipo de cualidad, y toda la cultura educativa está hecha para sacar de nosotros esa cualidad innata que poseemos. Viene a mi memoria el famoso tema de las “inteligencias múltiples” en el ámbito pedagógico.
La idea en sí misma no parece errónea (aunque tampoco se ha descubierto América) y es muy sencilla: según los objetos se aplican distintas formas de inteligencia (o si se quiere, capacidades distintas de una misma inteligencia). Así, puede haber una inteligencia musical, una inteligencia lingüística, y quien puede ser malo en una inteligencia matemática puede ser muy bueno en una inteligencia espacial.
No me parece mala sugerencia, si no fuera porque fundamentalmente se basa en la idea que todo niño ya sabe de otros niños desde primaria: los hay muy buenos en mates y muy malos en lengua, los hay que dibujan muy bien y sacan ceros en química, los hay quienes devoran novelas pero no saben dibujar.
Hasta ahí todo normal, pero la tesis de las inteligencias múltiples ha servido a dos propósitos que no tengo tan claros que sean ajustados, es decir, justos con lo que en verdad somos. En primer lugar, esta posición ha servido para decir que se ha de potenciar esas cualidades naturales que el niño posee en detrimento de otras, o si no en detrimento, al menos hacer que aquellas en las que se puede destacar sean mejor valoradas y más potenciadas respecto a las que no se posee porque (y este es el quid) es donde el niño va a poder ser feliz. Y en segundo lugar, ha difundido la idea de que todo el mundo tiene, de una forma u otra, una cualidad en la que destaca, esto es, todos tenemos de un modo u otro un don natural.
Las dos ideas me parecen de lo más antirrealistas y psico-freud-americanas del mundo. Brevemente: a simple vista son positivas y bienintencionadas, pero no se ajustan ni a la realidad ni a la racionalidad. De hecho, la película es en sí misma la posición contraria.
Respecto a la primera idea, hay muchos niños que nacen con un don o son más capaces de hacer mejor algo respecto de algo otro. Hasta ahí todo perfecto. Pero la idea de que potenciar esa cualidad natural es lo mejor por el bien del niño, es algo a lo que no tenemos que comprometernos.
La razón es simple: las cualidades naturales han de ser asumidas libremente por el sujeto y es ahí y no antes donde se cumple la felicidad del sujeto, porque es ahí donde, en primer lugar, uno puede asumir el fracaso de no ser el mejor, y, en segundo, uno descubre que no tiene que ser el mejor o tener una cualidad natural en algo para desear hacerlo.
El caso de niños deportivamente dotados que no les gusta lo que hacen es palpable, o talentos para la música, o para el ajedrez, o para lo que sea. Tener un don no es excusa de nada. La famosa frase de Spiderman: “un don implica una gran responsabilidad” es válida sólo para el tío de Peter Parker, no para Peter Parker.
En la película de “El mejor” ese dilema está fantásticamente resuelto en la relación entre Roy y su entrenador. Pasado el tiempo Roy consigue que le den una oportunidad. Pero tiene ya 37 años. Es, en palabras de su entrenador, “el novato más viejo de la liga”. Su relación irá pasando de la desconfianza a una amistad y admiración mutua.
La paradoja del talento está en que el entrenador, chico de ciudad (y el béisbol se jugaba en las grandes ciudades), deseó ser jugador de beisbol cuando su padre le decía que fuera granjero, y Roy, rural él y de padre granjero, deseaba ser jugador de beisbol, su padre así lo deseaba, y acaba siendo granjero. El primero nunca tuvo ese don, el segundo lo tuvo, pero independientemente de ese don (y eso es lo crucial) ambos tenían una pasión por lo que hacían que es, precisamente, lo que les hace especiales y amigos.
Respecto a la segunda idea (todos tenemos una cualidad innata), es tanto como vender humo. No todo el mundo tiene una gran cualidad, o es bueno en algo o destaca en algo. El común de los mortales somos mediocres en muchas cosas y malos en otras. No sólo eso, las cualidades naturales, incluso aquellas que se trabajan, bailan al son de la historia y de los momentos.
Quien se dedica a escribir sabe de lo que hablo: Ni siquiera cuando saber hacer algo bien implica que lo vas a hacer bien siempre y ni siquiera durante mucho tiempo (véase “Indiana Jones y la calavera de cristal”). Pero, sobre todo, la idea de que todos somos especiales y sobresalientes en algún campo, disciplina o hobby es no atenerse a la realidad de los casi 7500 millones de personas que no lo son. Lo común, tal y como lo ven los niños, es ser normal, y, dicho sea de paso, sin tener que problematizar la palabra “normal” e igualarla a la idea de “en la media”.
Puede ser que seamos especiales respecto de nuestros padres o madres, o así ellos nos ven, pero cuando éramos niños, muchos éramos de lo más normal en casi todo. Y nadie se escandalizaba por ello o nos buscaba algo especial. Tampoco nadie se sentía mermado por no tener don alguno, ni falta que hacía. Junto a ello, late la idea de fondo de que potenciar una cualidad innata es, propiamente, parte de un sistema cultural basado en la competitividad.
Resumiendo: ni todos tenemos alguna cualidad sobresaliente, ni tenemos que desarrollarla en el caso de tenerla para ser felices, repito, para ser felices. Como el aviador de El Principito (si se me permite la tergiversación de ese gran libro), si uno ha dejado de dibujar es porque ha querido (al menos en su madurez); y si dibuja elefantes comidos por serpientes que la gente confunde con sombreros, pues igual (y sólo es una sugerencia) es que no tiene ni idea de dibujar.
En el fondo, la apuesta es por el dibujante: si dibuja mal y quiere seguir, pues que siga. Simplemente no tenemos que comprometernos a decir que dibuja bien, igual que no tenemos que estar dispuestos a educar y desarrollar sus dotes innatas de piloto porque su cualidad natural es la visión espacial y la habilidad con las manos.
El don, lo natural, proviene de un sitio mucho más mágico y real, y que tiene, efectivamente, que ver con padres e hijos. Esta es la segunda parte de la trama de la película, la que le da una consistencia inigualable, y el segundo tema que queremos traer a colación.
Roy pierde a su padre de joven. El día de su muerte se fabrica un bate de beisbol que será el símbolo de ese don natural. Incluso el bate lleva esa idea: “Wonderboy”. Roy siempre ha estado enamorado de una chica de su pueblo, Iris (fantástica Glen Close). El percance de Roy cuando va a hacer una prueba con un gran equipo de béisbol hará que se separen durante diecisiete años. Pero “el don” hará que se reúnan de nuevo. Sin embargo, ese don ya no será una cualidad.
Desmenuzar este segundo gran tema sería contar mucho de la película y no se desea aquí. Pero daremos sólo un par de sugerencias. El verdadero don tiene que ver con el don que son los hijos para los padres y al revés. Hay momentos en la vida en los que ser el mejor no sólo no es suficiente sino que es inservible, y donde es más poderosa, como reza el título original de la película, la naturalidad de la vida: un padre, un hijo, una lucha, un deseo. La película está llena de referencias a las relaciones entre padres e hijos.
No somos ni vamos a ser más felices porque tenemos una cualidad destacable, pero lo podemos ser si sabemos que pertenecemos a alguien. Y sólo hay un lugar donde uno de verdad pertenece: su hogar (el de sus padres, el que uno crea). Ahí, ahora sí, comulgan El Principito y El mejor, solo que Robert Redford se come la pantalla con su sola su presencia (qué porte, qué porte) y el Principito no batea bien. Vean el tráiler, sabrán de lo que hablo.