El film, del año 73, fue la primera adaptación que tuvo la novela de Michael Crichton antes de convertirse en la base de la serie de la HBO, WestworldUna vez le escuché decir a un conocido editor español que no existe persona más egocéntrica que un escritor. Yo conozco a algunos escritores que no lo son en absoluto. Supongo que aquel editor debía de referirse a gente como Michael Crichton. Médico de profesión, comenzó a escribir novelas para pagarse la carrera, hasta que se dio cuenta de que su verdadera virtud era la de contar historias.
Tecnócrata radical, escéptico convencido y millonario desde muy joven conoció el éxito desde muy pronto y también entendió antes que nadie que sus novelas, antes que literatura eran probablemente mejores películas. Las novelas de Crichton nunca fueron ejemplos de narrativa o de dramatismo ni de complejidades de ningún tipo. Las historias de Crichton siempre fueron películas en papel, extendidas, alargadas, contrastadas y eso sí, muy científicas.
El primer cineasta que adaptó una novela de Crichton fue nada menos que Robert Wise, director de Sonrisas y lágrimas. En La amenaza de Andrómeda, Wise, que era un director del viejo Hollywood tratando de adaptarse a los nuevos tiempos, se perdió en los detalles científicos de la novela original y el film, aunque entretenido, resultaba demasiado farragoso. De hecho, este ha sido el error más frecuente cuando se ha adaptado a Crichton, incluso cuando el propio escritor se ha sentado en la silla del director y ha dirigido sus propias novelas o sus propios guiones.
Michael Crichton dirigió siete películas y solo una de ellas, Contra toda ley, partía de un guion ajeno. Crichton nunca fue un cineasta de primera fila ni tampoco le acompañó el prestigio aunque dirigió Coma, una cinta de suspense muy bien conseguida que partía de un guion suyo, a partir de una novela de Robin Cook, un escritor con muchos parecidos con Crichton.
No obstante, para su primer largometraje para cines (primero dirigió un telefilme titulado Pursuit), Crichton se decantó por una de sus novelas más inquietantes y, al mismo tiempo, más premonitorias, Almas de metal. La novela nos hablaba de un improbable parque de atracciones de un futuro no muy lejano, en el que los visitantes podían zambullirse en un espacio ficticio habitado por robots. Estaba el mundo de la Edad Media, el Imperio Romano y el lejano oeste. ¿Les suena? En efecto, la novela de Crichton y Almas de metal son los antecedentes de los que parte la gran esperanza de la cadena HBO, Westworld.
Sin embargo, Almas de metal no ha envejecido demasiado bien. Como en La amenaza de Andrómeda el film de Crichton resulta demasiado farragoso y se pierde en excesos fanta-científicos que nada aportan a la historia. La historia avanza con torpeza y su clímax está innecesariamente alargado.
Sin embargo, el film supone un claro precedente de algunas películas que harían historia años después de ahí su curiosidad/interés. El argumento, en torno a un parque de atracciones que se va de las manos es un claro aviso de lo que vendría a ser Parque Jurásico. Y el personaje del robot que interpreta Yul Bryner, recuerda mucho al T-800 de Terminator, impasible, sin prisas pero imparable y casi indestructible. Vista la película uno no puede evitar imaginarse a James Cameron (director de Terminator) viendo Almas de metal y tomando buena nota de lo que ahí sucedía.
En definitiva, como casi toda la obra de Crichton, en Almas de metal había una reflexión ética y moral sobre la tecnología. Amiga o enemiga. Crichton nos puso a un robot tomándose la justicia por su cuenta lo que suena a ciencia ficción pero la cuestión es, ¿cuánto falta hasta que una máquina tome decisiones por su cuenta y perjudique al ser humano? ¿hemos llegado ya a ese punto? De eso va Almas de metal.