Casarse por la Iglesia es emprender el camino de salvación en familiaCuando se invita a parejas que simplemente conviven a formalizar su unión con el sacramento del matrimonio, es muy común escuchar: “No, nosotros no nos casamos porque una pareja se casó y ahora tienen más problemas que nunca”, “nosotros no nos queremos casar porque queremos ser felices sin ataduras”, o “nosotros no nos casamos porque el amor real y verdadero es el amor libre”.
También: “No, nosotros no nos casamos porque mi pareja ya no será el mismo o la misma, me dejará de querer y ahí sí que se nos daña todo”. Y otros dicen: “nosotros no nos casamos porque no creemos en el matrimonio, porque no aceptamos obligaciones”.
No faltan argumentos para que una pareja prescinda de una relación sana con Dios y viva un auténtico amor matrimonial.
De hecho, los argumentos anteriores también son, a menudo, los mismos argumentos entre los casados sólo civilmente.
La idea errónea de que quienes viven en unión libre son más felices que los casados por la Iglesia viene de una visión ofuscada de la realidad del amor conyugal como sacramento.
¿Acaso no hay parejas de hecho cuyos hogares no son precisamente unos modelos de vida familiar? ¿Y acaso no ha hay parejas de casados por la Iglesia que realmente son felices, parejas que han llegado felizmente y han ido aún más allá de sus bodas de oro matrimoniales, e incluso parejas que han llegado a ser santos? Las hay y no son pocas. ¡Hay de todo!
¿Pero por qué tantas parejas, incluso cristianas, prefieren hacer las cosas fuera de la Iglesia o del contexto sacramental?
¿Por qué se concibe equivocadamente el sacramento del matrimonio como un problema, como un estorbo o un obstáculo, y no como lo que es realmente? Porque faltan las convicciones cristianas fundamentales.
A menudo las personas que prescinden del sacramento del matrimonio, y también muchas que han fracasado en su matrimonio canónico, no han entendido lo que es el amor auténtico, ni el valor del sacramento del matrimonio, ni la libertad verdadera que hay implícita, ni el camino de la santificación en familia.
No se ha entendido que los matrimonios duraderos están hechos de sacrificios, de trabajo en equipo, de respeto mutuo, de admiración por el otro en medio de los normales defectos de todo ser humano, de interminables y crecientes dosis de amor, gratuidad, perdón y, lo más importante, de amor a Dios.
Un hombre y una mujer que se casan por la Iglesia con fe y convicción expresan un verdadero amor libre, porque eligen vivir para siempre unidos con la acción de Dios, que nos hace y quiere libres.
Tratan de elevarse sobre un amor esclavizado o viciado por intereses escondidos bajo la forma de la provisionalidad, la comodidad, egoísmos y apariencias.
Los cristianos están llamados a vivir la fe en todas las ocasiones y eso muchas veces choca con las mentalidades y estilos de vida imperantes.
El sacramento del matrimonio, como todos los demás, es un signo visible que refuerza la gracia actual y además confiere una gracia especial que ayuda a los casados y a la familia desde muchos puntos de vista.
Jesucristo otorga su gracia o su ayuda a los esposos que se casan por la Iglesia para mantener unido su matrimonio. La gracia también ayuda en la educación de los hijos y a alcanzar la salvación eterna.
El matrimonio tiene sus dificultades y, sin esta gracia de Dios, es muy difícil -no imposible- que se superen.
El matrimonio, como todos los demás sacramentos, no es ninguna piedra en el zapato, no es un obstáculo para la realización personal, no es un impedimento a la verdadera felicidad; es todo lo contrario: camino de salvación en familia.
El hecho de que haya matrimonios canónicos que han fracaso no significa que el matrimonio sacramental sea una realidad inviable o que no tenga razón de ser, o importancia, o valor, o que sea un problema; evidencia sólo la existencia de problemas o factores negativos que se deberían haber evitado, de problemas que una vez han aparecido no han sido resueltos correctamente, si es que estos tenían solución.
Las uniones de hecho afectan negativamente al sacramento del matrimonio, y a la familia y su estabilidad. Son relaciones en las que matrimonio no importa como un sacramento y se saca a la Iglesia de la vida.
A las personas que viven estas uniones extramatrimoniales, la Iglesia las invita a un cambio, a darle más cabida a Dios. A poner a Dios el primero en su relación, eso es, precisamente, casarse por la Iglesia.
San Pablo nos asegura que quien tiene a Dios en su vida es nueva criatura en Cristo, y no se refiere sólo a lo espiritual sino también a todo aspecto de nuestro ser y de nuestra vida cristiana (2 Cor 5, 17).
Vivir en unión libre, ¿da frutos de vida eterna? Puede aportar una felicidad humana, pero para un creyente que quiere ser coherente con su fe, es un remedio muy pobre de algo más grande a lo que está llamado. La unión libre no es parte del plan perfecto de Dios para el hombre y la mujer cristianos.
Muchas parejas son engañadas por la idea de que hay que gozar de todo sin comprometernos, y piensan que lo más importante es gozar la vida sin responsabilidad.
Sería útil preguntarse si esta relación no tendrá acaso como origen el egoísmo, ese deseo del placer sin un compromiso serio y responsable.
A menudo las uniones de hecho son unas relaciones inestables; por cualquier cosa y en cualquier momento, se puede ir fácilmente quedando todo en el aire. Al no tener los elementos que garanticen la estabilidad y la permanencia de dicha unión, están expuestas a que se rompan.
Si realmente hay amor, ¿por qué se excluye la estabilidad que ofrece el sacramento del matrimonio?
Para quien se confiesa creyente, las relaciones extra o prematrimoniales, desde el punto de vista de la fe eclesial, son más un problema que una felicidad.