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Fuego en el mar: Sin nada que perder

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Tonio L. Alarcón - publicado el 14/10/16
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A partir de varios habitantes de la isla de Lampedusa, Gianfranco Rosi construye un documental sobre la actitud de Europa hacia la inmigraciónA lo largo del metraje de Fuego en el mar, su máximo responsable, Gianfranco Rosi, no se apoya en la música más que de forma diegética –como la canción que da título original al documental, una melodía tradicional de la zona de Lampedusa–. No hay, pues, banda sonora per se, sino que el director llena la columna de sonido con lo que capta en directo, (en apariencia) sin filtros, incluyendo los momentos de silencio, las dudas, los errores… Porque ése es su objetivo, transmitirle al espectador la sensación de que está viendo un pedazo de vida en bruto.

Y digo bien cuando hablo de “sensación”, porque, en realidad, no es así. Con fascinante habilidad, Rosi está, en realidad, (re)construyendo la realidad desde una ficcionalización apoyada en la observación previa. Dicho de otra manera, el italiano documenta con su cámara lo que pretende transmitir, y después le da forma, y un ritmo narrativo determinado, a través de una serie de historias paralelas que dirige de forma más estrecha, más condicionada –de ahí la belleza y la cuidada composición de algunos encuadres: existe toda una preparación detrás de cada uno de sus movimientos de cámara–.

No entienda el lector todo lo expresado como un reproche. Más bien al contrario. Rosi es un auteur plenamente consciente de las limitaciones expresivas del documental –y de la falsedad de sus pretensiones de objetividad: ésta no existe desde el momento en que se encuadra una porción determinada de la realidad, y no otra–, y las explota a su favor, desdibujando a su antojo los límites entre lo real y lo ficcional. En ese (des)equilibrio está la esencial de su cine, y la brillantez de Fuego en el mar, que disecciona la idiosincrasia de Lampedusa, y su conflicto respecto a la inmigración en masa, con delicadeza y con sentido del humor.

Rosi desdibuja de forma plenamente consciente a los inmigrantes, casi una figura de fondo en la historia, en parte, para no caer en la denuncia fácil, en la victimización instrumental –solamente en el tramo final se fija en varias víctimas de la deshidratación, así como en un buen puñado de cadáveres, en el que sin lugar a dudas es el momento más crudo y más incómodo del metraje–.

Resulta mucho más impactante que el médico Pietro Bartolo describa sus experiencias frente a la cámara, porque obliga al espectador a imaginar, a reconstruir en su mente, lo terrible de las situaciones –y de las decisiones– a las que ha tenido que enfrentarse.

Pero Fuego en el mar es también el retrato de la existencia dentro de una isla anclada en unas tradiciones en proceso de decadencia, que intenta, de forma infructuosa, seguir viviendo de la pesca, siempre mirando al mar, mientras a su alrededor el resto del mundo se desmorona. Rosi no subraya ni reincide en el mensaje de fondo, pero lo cierto es que convierte a Lampedusa –y por extensión, a Italia– en una proyección de la vieja Europa autárquica, encerrada en sí misma, que se mantiene al margen de los problemas de los países que le rodean, como si no fueran con ella. Como el ojo vago del pequeño Samuele.

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