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Cuando pedimos a Dios, nos da mucho más

mujer rezando

Andres Virviescas/Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/10/16

Mira cómo Jesús sanó a unos enfermos contagiosos sin tocarlos y cómo reaccionaron

Hoy escucho hablar de la lepra. Esa enfermedad que convertía a los hombres en impuros. Los aislaba en lugares cerrados. Morían solos lentamente. Y su campana los alejaban de los hombres sanos. Eran impuros, apartados del mundo. Pecadores. Pedían compasión desde lejos.

Esa era su mayor herida: vivir desde lejos. Desde donde no contaminaban a lo puros y sanos. Desde donde no incomodaban ni estorbaban. Desde donde nadie los tocaba ni los miraba.

Hoy diez leprosos gritan desde lejos y piden algo que Jesús siempre da: compasión. Piden misericordia: “Vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: – Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”.

En la distancia le gritan a Jesús. Y Jesús los ayuda desde la distancia. No piden que les toque. Solo piden ser curados. Quieren quedar limpios. Pero no se acercan. Saben que son impuros y gritan de lejos. Siempre me impresiona ese “de lejos”: “Se pararon a lo lejos”.

A veces mi enfermedad, mi pecado, me hace sentirme impuro. Y me quedo lejos. Pienso que no puedo acercarme a Dios, a los hombres. Pongo el límite humano, no soy digno. Y no me acerco. Es el mismo límite humano impuesto por los hombres frente a los impuros.

Pienso que a veces yo no me acerco y le grito a Jesús desde lejos. Me siento impuro, pecador, indigno. Quiero quedar limpio. Pero no me atrevo a acercarme para que Jesús me toque. Tal vez temo el desprecio y la condena. Es mejor autoexcluirse que sentir cómo te excluyen.

Tal vez lo mismo les pasa a ellos. Están cansados de estar lejos de la vida, de los demás. Están cansados de estar al borde del camino por donde pasan los hombres puros.

Hoy hay tantos hombres marginados, impuros, rechazados. ¿Dónde está mi compasión hacia el que es tachado de impuro? ¿Dónde mi capacidad de sufrir con los que sufren a mi lado?

Muchas personas enfermas vienen a mí pidiendo compasión. No que las cure. Porque no puedo. Simplemente me piden misericordia. Y su lepra me recuerda mi propia lepra. Su herida mi herida.

¡Cuántas personas heridas y enfermas hay a mi alrededor! Vienen a verme a mí que también como ellos estoy herido. Quiero ser compasivo como Jesús. ¡Cuántas veces me he puesto una coraza, me he acostumbrado al sufrimiento de los demás y los alejo!Su dolor ya no me hace daño y paso de largo.

Jesús pasó por este mundo compadeciéndose de los hombres. Sintiendo lo que cada hombre sentía. Lo hizo suyo. Se metió en el corazón, no pasó de puntillas. Y eso es algo que siempre he admirado en las personas que se dejan tocar, invadir. En aquellos que se meten a fondo y no pasan de largo ante la puerta de los demás.

Jesús vivió compadeciéndose de cada hombre. Por eso estos leprosos le piden compasión. Sólo eso, compasión.

Sé que Jesús se acercaba normalmente a los enfermos, a los leprosos, a los impuros y los tocaba: Jesús ‘toca’ a los enfermos. A veces Jesús agarra al enfermo para transmitirle su fuerza y arrancarlo de la enfermedad. Otras veces impone sus manos sobre él en un gesto de bendición para envolverlo con la bondad amorosa de Dios. En otras ocasiones extiende su mano y lo toca, para expresarle su cercanía, acogida y compasión. Así actúa sobre todo con los leprosos, excluidos de la convivencia”[1].

Toca al enfermo. Se expone a quedar Él impuro. Porque la lepra se contagia con el tacto. Una mano enferma podía transmitir la enfermedad. La impureza nos aísla. La impureza nos vuelve impuros. Pero una mano misericordiosa puede sacarnos de la impureza. Eso hacía Jesús.

El otro día leía: “Las manos de Jesús bendicen a los que se sienten malditos, tocan a los leprosos que nadie toca, comunican fuerza a los hundidos en la impotencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por Dios, acarician a los excluidos”[2].

Me conmueven esas manos de Jesús que tocan, acarician, sanan, levantan, sostienen. Me gusta el Jesús que toca y se inclina ante el que sufre, sobre el enfermo. Quiero a Jesús que viene a mí y me toca sacándome de mi soledad. Su presencia me salva de mi aislamiento.

Lo hace sin mandarme hacer nada. Lo hace con ese amor que se derrama sobre mi vida. Lo sé, lo he leído, en otras ocasiones. Jesús abraza, toca, se expone al contagio y salva. Lo hace con sus manos. Les muestra su amor en un gesto de intimidad, de perdón, de amor.

Me emocionan esas manos que quieren salvarme. Me conmueve su compasión, su apertura, su humanidad, su corazón abierto. Jesús me muestra al Dios que cada día sale de sí mismo para tocar con sus pies mi camino. Llega hasta mi aldea, hasta mi corazón, hasta mi herida. Para tocarme.

Quiero vivir como Él. Así, con el alma abierta a cada persona y cada acontecimiento que Dios quiere regalarme.

Hoy Jesús tiene compasión pero no toca a los leprosos. Les pide que vayan a los sacerdotes: “Id a presentaros a los sacerdotes”. ¿No es mejor el tacto? ¿No es mejor el abrazo de Jesús expresión de su misericordia?

¿Por qué no tocó Jesús a estos diez leprosos? ¿Bastaría con ir a ver al sacerdote? ¿Bastaría con presentarse ante él para ser curados? Hoy Jesús no los toca.

Hoy también escuchamos que Naamán era un hombre enfermo de lepra. Cree en el profeta Eliseo y queda sano. Eliseo tampoco lo toca: “En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia dela lepra, como la de un niño”.

No hay contacto. Sólo una petición. En ambos casos una orden aparentemente inocente. Naamán creyó en el profeta y quedó curado. Tocó la compasión de Dios y creyó cuando parecía absurdo bañarse siete veces en ese río. Y él se fió no siendo judío. Creyó en el Dios de los judíos. Me conmueve su fe imposible.

Los leprosos creen en Jesús y quedan también curados al hacer lo que les manda. A veces alguien nos pide hacer cosas extrañas para lograr cambiar. Para crecer en la vida. Para encontrarnos con Dios. Pero nosotros no nos fiamos de cualquiera.

Hoy Jesús se sale de sus esquemas. Sabe del dolor de esos leprosos por estar fuera de la comunidad. Lo sabe. ¡Cuánta soledad habrán sentido! ¡Cuánto miedo y cuánto anhelo de ser sencillamente parte de un grupo!

Jesús lo conoce. Es delicado. No basta con curar. La curación de un leproso tiene que certificarla un sacerdote para que pueda de nuevo participar en la vida pública. El sacerdote lo declara limpio y puede integrarse nuevamente en la comunidad.

Esa herida del aislamiento duele más que la de la piel. Nadie los toca, nadie se acerca. Hoy Jesús tampoco los toca. Simplemente da una orden desde lejos. Los leprosos actúan con fe creyendo lo que Él les dice. Confían en Él. Inmediatamente se marchan a buscar al sacerdote.

Dejarán de ser excluidos. En el camino se dan cuenta de que están limpios. La lepra desaparece y vuelven a ser puros. Ellos, como Naamán frente a Eliseo, se han fiado de quien les manda y han actuado.

Confiaron en Jesús y quedaron sanos. No hay tacto, ni manos bendiciendo. No hay un abrazo de misericordia. Pero la palabra de hoy tiene fuerza sanadora. Una fuerza que sorprende. Una orden y se ponen en camino. Basta una palabra de Jesús y quedan curados. Ellos confían.

Ellos hacen lo que Jesús les dice y se ponen en camino: “Y, mientras iban de camino, quedaron limpios”. Tienen fe y creen en su poder. Eso seguro. Es esa fe que a mí a veces me falta. Si tienen que ir al sacerdote quiere decir que eso basta.

Ya de camino quedan sanos. Sanan su herida más honda de marginación. Creen y quedan curados. Su fe los salva. Quedan curados de camino, antes de llegar. Tal vez ya lejos de la vista de Jesús. Los diez. Todos los que pidieron con fe. Y todo sucede yendo de camino.

Llegarán al sacerdote ya curados. De camino. Cuando aún no han llegado a la meta. En medio de su camino.

Sólo uno es agradecido: “Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias”. Sólo uno volvió a Jesús.

Es curioso. Nueve se olvidan de volver. O simplemente emprenden una nueva vida integrándose en la comunidad con la certificación del sacerdote. Tal vez no saben dónde ir, cómo vivir, qué hacer, pero ya son puros. Puede que ahora prefieran seguir su propio camino y se olvidan de Jesús. Sólo vuelve uno.

A veces pasa eso en nuestra vida. Suplicamos a Dios en la enfermedad. Nos olvidamos de Él en la salud. Me impresiona lo desagradecido que puedo llegar a ser. Logro lo que quiero y no pienso en agradecer a Dios. Me gusta lo que recibo y me alegro. Pero no doy gracias. Soy desagradecido. Me resultan las cosas que intento. Y no agradezco. Voy a lo mío. Sigo mi curso.

Los nueve que no volvieron no hicieron nada malo. Simplemente no volvieron a agradecer. No hicieron algo más. No dieron más de lo que les había pedido Jesús. Es verdad. No pecaron. Simplemente no fueron generosos.

¿Quién volvió a dar gracias? Sólo uno: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: – Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.

Me emociona que Jesús lo alaba. Fueron diez a ver al sacerdote, eran diez los sanados, eran diez los que comenzaron una nueva vida en familia.

¿Quién volvió para dar gracias? El más pobre. El más herido. El que menos esperaba y más necesitaba. Jesús se preocupó por él, lo sanó, y era, no sólo leproso, sino también samaritano. Eran enemigos los judíos y los samaritanos. Jesús, siendo judío, lo cura a él, que es samaritano.

Quizás los demás esperaban el milagro. Quizás los otros tienen lo que pidieron, lo que esperaban. Pero él, ¿cómo iba a esperar que un hombre judío se detuviera ante él, lo sanara, y lo restituyera? Él no merecía su mirada, ni la esperaba.

Tal vez por eso, porque no lo esperaba y no daba por evidente el milagro, su corazón saltó de alegría y volvió agradecido. Desbordado. Jesús vio su anhelo más profundo, su soledad más honda, su necesidad de que alguien lo mirase como hombre.

Tenía más que agradecer, nada que perder, y por eso, la misericordia de Jesús cambió su vida. Sólo él volvió a postrarse ante Jesús. No quería olvidarse de Él. No quería volver a su vida anterior, sano, dejando atrás su historia pasada.

Este hombre quería volver a quien le dio un amor que nadie le había dado antes. Alabó a Dios, y se puso ante Jesús con humildad. Comenzó a creer en el amor que merece la pena, no sólo en el poder curativo de Jesús.

Seguramente, de los diez, fue el que se hizo discípulo para siempre. Fue el más necesitado y el que más recibió. Quizás, el único que se sorprendió. ¿Me sorprende todavía el amor de Dios en mi vida? ¿O ya lo veo como algo evidente, como un derecho?

No puede ser agradecido quien vive la vida exigiendo. Dios siempre da más de lo que le pido. Este samaritano vivió esa gratuidad. Los otros nueve leprosos recibieron lo que pidieron: estar sanos, volver con los suyos. Jesús cumplió con su deseo. No quiero ser nunca así. Pedir a Dios y acostumbrarme a que me de lo que deseo.

Quiero vivir como ese samaritano, sin derechos, recibiendo y agradeciendo todo como inmerecido

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[2] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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