Es la última película de Kurosawa, y va de educación. ¿Hay que decir más?Segunda Guerra Mundial. Período de horror para el hombre. ¿Será posible volver a escribir después de Auschwitz?, se preguntará Günter Grass en 1990. “Durante la guerra, nos habíamos olvidado de las cosas bellas, como la luna”, sostiene Kurosawa en Madadayo, en 1993. Sí, se puede volver a escribir. Antes, durante y después, hay que volver a escribir. Hay que mostrar cosas grandes. No podemos olvidarnos de la belleza. Un alemán y un japonés, un escritor y un director de cine, nos invitan a lo mismo, a no dejar de recordarnos, como decía Dostoievski, que la belleza salvará al mundo. Madadayo, testamento fílmico de Kurosawa, recoge este guante con valor.
Corre 1943 en Tokio. El profesor Uchida se retira. Han sido treinta años dedicados a la educación, a enseñar alemán. Ahora sus libros se venden y decide dejar la educación para dedicarse exclusivamente a escribir. La vida es elección. Quien dos liebres sigue, ambas pierde. El profesor tiene para ello una nueva casa. En esta, el profesor invitará a algunos de sus exalumnos a celebrar su 60 aniversario. Sin embargo, un ataque aéreo acaba con su nuevo hogar, y tendrá que trasladarse a una pequeña barraca con su mujer; esa precariedad propia de la vida… Pronto sus alumnos deciden construirle una nueva casa y celebrar con él cada cumpleaños. Cada aniversario, los pupilos le preguntan: «Mahda-kai»; el profesor responde siempre: «Madadayo». ‘¿Todavía no estás a punto para morir?’, ‘No. Todavía, no’.
Pese al contexto en el cual se inscribe la cinta, la Segunda Guerra Mundial, y pese a percibirse sus consecuencias, las situaciones narrativas están fuera de las inclemencias de la guerra. Esta es una cinta universal, un retrato bello, costumbrista, del final de la vida, de la serenidad existencial entregada al otro. Así, la indigencia, o a la mendicidad sobrevenida, son en la cinta símbolo de la condición humana; es necesaria una pobreza de corazón, una sencillez última, para darse al otro. En este sentido, Kurosawa muestra al profesor como testimonio de lo otro, alguien que a través de su vida, su palabra, o su gesto, comunica de qué vive, el sentido de la realidad.
En su último film, el emperador del cine abandona las denuncias a gran formato para centrarse en lo pequeño. Con factura japonesa, Kurosawa nos hace ver la grandeza y la belleza contenida en las cosas. El profesor es un viejo que tiene una sensibilidad incomprensible en el corazón («oro puro», afirman de él los alumnos); desea como un niño. Es esto precisamente lo que le lleva siempre a responder «¡Todavía no!». Uchida es el hombre que atento a lo pequeño desea que estas sean para siempre, es el hombre que ante la realidad percibe lo infinito.
Kurosawa nos dice que esta mirada se sostiene en una amistad. El profesor Uchida se reconoce hijo de sus alumnos, quienes le impiden caer en la desesperación ante la dificultad. El triunfo de esta humanidad se percibe en la construcción de una casa como hogar común.
Aunque la cinta es irregular (algunos gags desequilibran el conjunto), incluye lo mejor de Kurosawa: esa atención al drama concreto, ese seguimiento conmovedor del personaje. Siendo su última película, todo estaba ya en sus anteriores films; no ocurre así con técnica y contenido, que tienen un punto novedoso, incluso testamentario (junto con Los sueños, 1990, y Rapsodia en agosto, 1991). El director de Los siete samuráis nos lega un cuadro lírico y optimista que recupera, al final de sus días, el color de los años de pintor. Ni las circunstancias más adversas podrán impedir que el color supere las cenizas de Auschwitz, la oscuridad de la barbarie. Queremos vivir, vivir para siempre. Mahda-kai? Madadayo, sin duda, Madadayo.