La alegría que te está esperandoMuchas veces la tristeza nos embarga. Pensamos en lo que no tenemos, en lo que nos falta y vivimos afligidos.
Como decía Epicteto, un filósofo griego de la escuela estoica, “sabio es el hombre que no se lamenta por lo que no tiene, si no que se alegra por lo que tiene”.
Estamos llamados a ser sabios. A saber vivir el presente, sin llorar por lo perdido, sin amargarnos con lo que la vida no nos ha dado.
La alegría del que sabe valorar la vida en lo que es. Sin grandes pretensiones. Sin esgrimir derechos. Sin exigir que los demás nos den lo que según pensamos nos pertenece.
La alegría de caminar, sin pensar en la meta. La alegría de vivir el momento, sin angustiarnos por lo que ha de venir. La alegría de poseer sin retener, de disfrutar sin angustias, de amar sin exigencias, de darlo todo sin esperar nada.
Es la alegría de la posesión del bien deseado. El bien que soñamos, el bien que nadie nos debe y la vida regala.
La alegría de estar donde pensamos que Dios nos quiere. Sin quejas, sonriendo al mundo, a la mañana, a los hombres. La alegría de dar y poseer, de entregar y agradecer.
La alegría de compartir el camino y el silencio, las voces y la paz, los éxitos y los fracasos. La alegría de saber que Dios nos ama donde estamos. En nuestra limitación, en nuestra pobreza.
La alegría de hacer bien lo que podemos, lo que se nos ha dado, lo que Dios ha puesto en nuestras manos. Esa alegría tranquila, sin grandes risas, discreta, callada. La alegría que no se queja, que espera siempre y sueña.
Decía el Padre José Kentenich: “La alegría de cada día, en la que se tiene la serena y aquietante conciencia de reposar en el deseo de Dios, en la voluntad de Dios”[1]. Es una alegría cotidiana, de andar por casa, haciendo lo que Dios nos pide. No la alegría sólo de los grandes acontecimientos.
Pero siempre es una alegría unida profundamente con el amor: “La alegría perfecta depende también de la unión permanente con su fundamento: el amor. Cuanto más perfecto sea el amor, más perfecta será la alegría”[2].
Y cita a J. Pieper: “¿No hay acaso innumerables motivos para la alegría? ¡Sí! Pero todos tienen un único denominador común: que se reciba o se posea lo que se ama”.
La alegría tiene que ver con el amor y con el bien que amamos. Por eso es la alegría una exteriorización del amor. Cuando amamos y somos amados la alegría brilla en nuestros ojos, se toca, se ve.
Como decía san Francisco de Sales: “El amor precede también a la alegría. ¿Cómo se podría tener alegría en la complacencia de una cosa si no se la ama?”. Pero la alegría que anhelamos es una alegría eterna. Por eso le pedimos a Dios que nos envíe su Espíritu.
Decía el Padre Kentenich: “Cuando Dios quiere regalarnos una gracia especial, nos regala primero el correspondiente anhelo”[3].
Tenemos hambre de alegría: “Es un instinto primordial en la naturaleza humana. Pero reemplacen la palabra hambre de alegría por hambre de felicidad, por instinto de felicidad”[4].
Al constatar el hambre aumentará el deseo y la capacidad de recibir esas semillas de felicidad que tanto anhelamos.
Pero es verdad que, cuando nos obsesionamos con ser felices, acabamos siendo infelices. Es un don que tenemos que pedir. Una gracia, no un derecho exigible.
Abrir el alma a la alegría es abrirla a los dones de Dios. Abrirla a la sorpresa, a lo nuevo, al amor. Abrirla a la paz que se recibe cuando no nos obsesionamos con ser felices siempre. Lo sabemos.
La obsesión por la alegría, trae consigo la tristeza. Un alma que exige y busca obsesivamente se frustra. Cuando nos preocupamos por alegrar a otros, por sembrar alegría en otros corazones, el propio corazón se alegra.
Amar es luchar porque sea feliz aquel a quien amamos. El fundamento siempre es el amor. Cuanto más amamos, más felices somos. Cuando amamos bien, hacemos felices a los que amamos. El corazón que no ama, se entristece y entristece.