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La (gran) experiencia de compartir la mesa

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 04/10/16
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Se trata de vivir con Jesús en lo más cotidianoCuando recorro el camino de Santiago me gusta vivir ese milagro de sentarme a la mesa cada día con personas distintas. No nos conocemos, pero todos compartimos la misma etapa del camino. Ese camino común nos une, igual que nos une esa misma meta que nos hace ponernos a andar temprano cada mañana.

Muchas veces no sé si son creyentes o no lo son. No conozco su vida de pecado o de pureza. No sé de dónde vienen, qué hacen en su vida normal. Tampoco lo pregunto si no surge el tema. Comparto sólo lo cotidiano, lo más sencillo. La vida concreta, aquí y ahora.

Sé a dónde van. Y dónde han empezado a caminar. Pero no conozco su historia personal. No es el momento. Ellos tampoco me conocen. Pero compartimos una misma mesa. No sé cuál es su manera de vivir. Pero en ese momento nos une una misma pasión, la meta hacia la que caminamos. Y nos aceptamos los unos a los otros sin poner barreras, sin marcar distancias.

Me gusta esa experiencia de una mesa compartida. Sé muy bien que de aquel que es distinto puedo aprender mucho. No lo olvido. Puedo admirar a otros si soy más humilde y no me cierro en mi postura rígida. Si me abro al diferente. Es lo que hace Jesús conmigo. Es lo que hizo siempre.

Jesús se sienta a mi mesa y no pregunta. Me ama y me mira, y se alegra al verme con Él. Se queda conmigo y me abraza. Y me recuerda cuánto valgo.

Jesús quiere sentarse a mi mesa, con los míos, en mi casa, tal como vivo ahora. Se trata de vivir con Él y estar con Él en lo más cotidiano. En la mesa donde siempre se celebra la vida y se comparte. Ese compartir es el mayor regalo, el motivo de la alegría. Es un amor gratuito. Desinteresado. Es personal.

Me gustaría compartir la mesa con Él para convertirme y poder después compartir mi mesa con muchos.

Pablo, en su carta a Timoteo, cuenta su experiencia con Jesús: Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero”. Y añade: Se compadeció de mí”. Jesús irrumpió en su vida y lo llamó. Se compadeció. Tuvo misericordia. Eso cambió a Pablo para siempre.

Basta una mirada, un abrazo, un gesto de amor. Y la vida cambia.

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