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Del asesinato del cine como una de las bellas artes

Hilario J. Rodríguez - publicado el 03/10/16

Todo penetra en nosotros antes de que suceda. NOVALIS

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Ahora que vivo solo, me doy cuenta de que mi apartamento es un pequeño escenario cinematográfico donde todo, desde una gota impactando en el fregadero de hojalata al crepitar de la estructura de madera del edificio, parece decirme algo que no alcanzo a entender aunque a menudo responda a los sonidos, olores y texturas como si se tratasen de mensajes dirigidos a mí.

Al oír, oler o sentir algo repentino e inesperado, enseguida me pregunto si hay alguien en la casa. De ser así, ¿será un habitante incierto o quizás alguien de paso? ¿Me quiere hacer daño? ¿Busca algo perdido? ¿Se esconde? ¿Por qué? ¿Qué? ¿De quién? Son tantas las preguntas y tan escaso el tiempo. Resulta angustioso.

Un pintor diría que vivo en un lienzo abstracto e intento comprenderlo añadiéndole pinceladas figurativas; un cineasta relacionaría mi mirada con el fuera de campo, con cuanto puede intuirse pero nunca se llega a ver.

Yo, sin mucho ánimo de asentir o disentir, pienso en Sigmund Freud, en sus palabras al definir lo siniestro, cuando hablaba de un extrañamiento en la percepción de las cosas familiares. Los colores han vuelto a ser colores, disociados de las formas y aun así palpitantes; los sonidos significan sin decir, reclamando atención al vacío desde el cual emergen; los personajes -a quienes imagino muy cerca de mí, por motivos misteriosos- se han trasformado en cuerpos porque nada los legitima en el espacio (es mi casa), ni siquiera en el tiempo (estoy trabajando, leyendo, ganduleando), y posiblemente sean un producto de mi imaginación (dejad de darme la lata)…

El mundo no está y, sin embargo, lo intuyo, casi lo veo. Se acerca. Hacia mí. ¿No lo veis? Yo sí. Y lo peor es que en esta situación no sé si la película está a punto de comenzar o acabar, si en mi mente me he dicho a mí mismo la palabra «corten» o la palabra «acción».

Digámoslo de esta manera y volvamos al principio: una vida sin argumento no es necesariamente una vida sin acontecimientos. Tampoco una película. Amer, por ejemplo, nos coloca en un universo sensorial despojado de historia o en una historia construida a partir de desplazamientos. Mirillas, navajas, guantes, encapuchados, bañeras, cerraduras, verjas… Son los elementos del giallo (que en italiano significa «amarillo», como la portada de las viejas novelas de misterio, y en términos cinematográficos se refiere a un cruce del thriller con el cine de terror, cultivado principalmente en Italia desde finales de la década de los sesenta, demasiado hedonista para responder a cualquier tipo de lógica argumental o formal).

Hay saturaciones cromáticas, virados, perspectivas imposibles, microscópicas, absurdas, extraños efectos sonoros, diferentes texturas musicales, zooms, ralentís, complicados travellings, tempos dilatados… Gente perseguida, primero por el miedo, luego por las miradas de los demás y finalmente por un asesino sin identidad. Si uno quiere jugar, puede construir un puzzle, proporcionar a las imágenes el argumento del que carecen. Así recuperaríamos nuestro estatus de espectadores, perdiendo -por desgracia- la posibilidad de «vivir en la película», experimentarla, abrir puertas en lugar de cerrarlas.

Preguntémonos antes de continuar qué es el cine hoy en día, cuando cualquiera puede hacer una película (aunque sea sin público o con ese público virtual de las redes, dispuesto a ver cualquier cosa y luego pronunciarse, más allá de la reflexión y el conocimiento, la mitad de las veces rabioso, disparatado, hiperbólico), cuando las series -al parecer- han tomado el control de la imagen en movimiento (y llegan adonde ya no llega ningún cineasta; es decir, a marear la perdiz hasta perder el sentido, la orientación e incluso el buen gusto, abriendo la veda a la hermenéutica de peluquería o de barra de bar).

Preguntémonos qué es hoy el cine, cuando los museos contextualizan en entornos fantasmales y de maneras bastantes burdas el futuro de las imágenes o las imágenes del futuro (invirtiendo el silogismo «una imagen vale más que mil palabras» y permitiendo que la charlatanería sea lo más novedoso de ese nuevo «séptimo arte» en proceso de mutación constante, como nosotros, claro).

Preguntémonos qué es hoy el cine, cuando el acceso al cine parece haberse democratizado y en Soria -y gracias la mayoría de las veces a la piratería indiscriminada- se pueden ver las «cosas» que hacen los chinos de Japón, Corea del Sur o Taiwán (para que por fin también los sorianos puedan opinar sobre asuntos internacionales con conocimiento de causa, aboliendo las fronteras entre ricos y pobres, sorianos y chinos, listos y tontos, buenos y malos, en un mundo donde en apariencia queremos verlo todo, TODO, T-O-D-O, aunque nuestro cerebrito de Soria apenas alcance para entender poco, POCO, P-O-C-O).

Ante esto, no me extraña lo más mínimo que algunos de los cineastas más interesantes hoy en día se dediquen a reflexionar sobre qué es el cine en lugar de hacer películas a la antigua usanza. Y en ese sentido Amer podría ser el ejemplo perfecto.

En un viejo caserón (y utiliza la palabra con sumo cuidado), la jovencísima Ana (Cassandra Forêt) se comunica desde su habitación con una mujer mayor (¿su abuela?), a quien observa y quien también la observa a ella a través de la cerradura de la puerta que las separa, en un ejercicio donde la curiosidad y la angustia se mezclan.

Fuera de su habitación, en el resto de la casa, Ana descubre a su abuelo agonizante, a sus padres mientras hacen el amor, en medio de una sinfonía de ruidos, imágenes y sensaciones que seguramente -como nosotros, los espectadores- no entiende por completo. Son demasiadas cosas al mismo tiempo: el mundo, sus opuestos, la muerte, el sexo, ante una niña sin más armas que sus sentidos, lo bastante despiertos para descubrir pliegues misteriosos a su alrededor. Todavía es pronto para interpretar, entender, desvirtuar. Gracias a eso, su miedo es juguetón, travieso.

Quienes la seguimos, sin embargo, asociamos la parafernalia del giallo a asesinos y víctimas, alguien encapuchado que no existía hasta que le dimos carta de naturaleza con nuestros miedos más fundados, al hacernos mayores, y seguimos a Ana para que nos lleve allí, a la hoja de una navaja de afeitar, unas manos enfundadas en guantes blancos, dos ojos observando a través de una máscara… Sangre. Pero Amer no es eso, es otra cosa: una exploración del espectáculo, su mecanismo, ¿nosotros?

El segundo movimiento comienza en un día de verano, soleado, de calor intenso, durante un paseo de Ana (Charlotte Eugène-Guibbaud), ya adolescente, con su madre. Atraviesan un pueblo, los jóvenes las observan. Las miradas son recíprocas. Nadie se mueve salvo ellas, por eso sus pasos suenan con un eco extraño, inquietante, al pasar de largo, diseccionadas a través de un trabajo anatómico de la imagen. Brazos y piernas conducen a la tela de dos vestidos ligeros, que con cada movimiento muestran más. También con el viento, de pronto.

Para Ana se trata de un juego, para su madre es una señal de peligro. La hija desea conocer adonde conduce ese cruce de miradas, por eso despista a su madre, internándose sola en el pueblo, seguida por pasos apresurados, jadeantes. Mira pero no ve, oye. Cada vez más cerca. Hay más de uno, son varios, los chicos. Y el juego entonces deja de tener gracia, encanto. De nuevo regresa el miedo, ahora más concreto, real, personificado aunque aún sin identidad. Corre en busca de su madre, que la abofetea. Y se alejan, camino del caserón.

Entre el segundo y el tercer movimiento de Amer, una prodigiosa secuencia nos sitúa en el interior de un vagón de metro, donde Ana esta rodeada de brazos masculinos acosándola, reduciéndola, venciendo sus defensas. Otros cuerpos se le acercan, estrechan el cerco, rodean su cuerpo, dificultando su paso hacia la puerta de salida en una parada.

Un plano cenital muestra el acoso como una especie de consumación de algo, quizás del miedo, que en el último tercio de la película articula los elementos del giallo de una manera más clara, cuando Ana (Marie Bos), ya madura, coge un taxi para ir al caserón y allí se encuentra con todo lo que se ha ido construyendo antes, que no es el encapuchado que la intenta asesinar sin motivo, somos nosotros, los espectadores, sedientos de las historias que nos han ido dando vida poco a poco y a las que al final acabamos dominando con nuestra mirada, como si todo cuanto viésemos nos perteneciese.

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