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Tus errores no te determinan, cambia así

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 28/09/16

Siempre puedo volver a elegir

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Somos hijos de nuestras obras, de nuestras decisiones, del camino iniciado. Lo que hemos hecho, lo que es parte de nuestro pasado, nos marca en el presente y puede decidir nuestro futuro. Nuestros errores nos determinan. Ensucian nuestro historial. Los aciertos lo embellecen.

La mancha parece no dejarme crecer y me turba. Quiero taparla, esconderla, ocultarla. Como si no hubiera pasado. La huella de la corrupción o la caída. Me asusta el secreto de mi pecado guardado. Sé que es parte de mi historia, de mi vida. Parte de mí. Es verdad. Soy esa mezcla confusa de errores y aciertos. Me voy haciendo en esas decisiones no siempre acertadas. Todo importa.

Pero, ¿estoy marcado para siempre por mis errores? No lo creo. No estamos atados de forma irreversible a lo que hemos hecho una vez en nuestra vida. La mancha no nos define para siempre.

Mi error, mi herida, mi pecado, me definen, no para resaltar mi infamia y dejarme marcado, sino para recordarme quién soy y de dónde vengo. Y más aún, para recordarme que fui amado incondicionalmente.

La oveja perdida será recordada por ese nombre. Estuvo perdida. Pero puede volver con el pastor y ser una más entre las cien ovejas. Con nombre propio. Amada de forma única. Y llevará guardado en su pecho que el pastor salió a buscarla hasta dar con ella. Llevará en su corazón la herida de la soledad, del abandono. Y también estará marcada por la felicidad del reencuentro.

El hijo pródigo regresará a su casa. Y su pasado quedará grabado en su corazón para siempre y en la retina de su hermano. No importa. Empezará de nuevo. Será de nuevo hijo, y hermano. Volverá a soñar y se dejará amar por su padre. Y será feliz porque habrá conocido el amor incondicional en un abrazo aquella mañana arrodillado en el pecho de su padre.

El perdón y el amor cambiaron su vida y su mirada. Se convirtió en hijo cuando antes era sólo esclavo. Su vida pródiga se hizo generosa. Su vida perdida encontró su centro, su norte. Una nueva vida en ese hogar que ahora lo acoge para siempre.

Mi pasado no es una losa que me impida crecer y poder ser diferente. Soy mucho más que mis errores y también mucho más que mis aciertos. Soy historia por hacer y no una historia cerrada, conclusa.

Siempre puedo volver a elegir. Es el sentido de la verdadera conversión del corazón. Siempre puedo empezar de nuevo.

La palabra conversión tiene que ver con un nuevo comienzo. Una nueva oportunidad que se me presenta en medio del camino. La posibilidad de empezar a hacer las cosas mejor que hasta ahora. Puedo volver a elegir ser santo o ser canalla.

La conversión es un cambio de la mirada, un nuevo acento, una nueva forma de pensar y de enfrentar la vida. Es una nueva vida que comienza en un momento, en un segundo, cuando me doy cuenta de que tengo que seguirle a Él, vivir para Jesús y actuar como Él lo hizo. Y todo porque sé que eso es lo que me salva.

El otro día leía: “Supe que debía abandonarme plenamente a la voluntad del Padre y vivir en adelante en ese espíritu de abandono en Dios. Y lo hice. Solo puedo describir la experiencia como una sensación de dejarse llevar’, de renunciar a todo esfuerzo o incluso a mi deseo de tomar las riendas de mi propia vida. Aunque suene demasiado simple, esa decisión ha condicionado a partir de entonces cada uno de los momentos de mi vida. Sólo puedo llamarlo una conversión”[1].

La conversión significa entonces ser capaz de abandonarme en las manos de Dios soltando las riendas de mi vida. Dejando que el timón de la barca esté en sus manos. Mientras yo sigo remando. Sin importar hacia dónde vaya el camino sobre el mar.

Me gusta esa imagen de conversión. Abandonarme. Dejar de controlar.

Muchas veces he puesto el acento en un cambio ético para poder seguir a Jesús. Me he empeñado en cambiar ciertas actitudes y ser mejor. Como si ahora mis actos pasaran a ser buenos, dejando de ser ya pecaminosos. Blancos en lugar de negros. Cuando en la vida son más los matices y los grises abundan más que los blancos y los negros.

Decía el papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: “Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que dan gloria a Dios. Recordemos que un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades”.

Creo que convertirme tiene que ver con cambiar el lugar de mi reposo, el agua de mi fuente. Como esa oveja perdida que reposa en los hombros del buen pastor: “Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento”. O ese hijo que reposa ahora en el pecho del padre.

Convertirme significa volverme y mirar hacia otro lugar, en otra dirección, hacia otro hogar. Me gusta esta imagen de cambio. Me dejo llevar porque es otro el que va conmigo. Mi camino me lleva a estar con Dios. Ya no voy solo.

A veces me parece que querer ser santo es como estar delante de un público exigente que me pide un comportamiento perfecto. Ante ese jurado implacable no tengo salvación posible. Delante de ellos discurre mi vida expuesta, desnuda, en su verdad más honda.

Y yo veo mi pecado. Y veo cómo me aplauden o critican de acuerdo a mis actos y gestos. Ahora sí. Ahora no. Ahora un aplauso. Ahora una condena. Y yo me muevo y actúo para no salirme del aplauso, para no caer en la condena. Entre paredes rígidas, caminos muy marcados, decisiones forzadas.

Y a veces soy yo mismo el que juzga así a los otros. Esta persona sí, aquella no. Sus actos brillan, sus actos oscurecen. Condeno o ensalzo. Yo mismo, como juez implacable. Esa imagen del pecado y la gracia es la que a veces transmito. Pero no es así.

La vida cambia con esa elección importante que lo decide todo. ¿Con quién quiero vivir mi vida? Esa es la decisión que cuenta. No tanto lo que luego decido en mis actos concretos, algunos errados, otros llenos de bondad.

Lo que importa más bien es con quién decido vivir y en quién decido actuar y amar. Tal vez mis actos sean juzgados igualmente por los que miran. Pero no son ellos los importantes. Es Dios el que importa.

Aquel con el que decido vivir, amar, pensar, ser. Aquel con el que navego, o camino, o corro por la vida buscando amar y ser amado. Es la decisión más importante de mi vida.

Me he convertido de verdad cuando me he vuelto hacia Él y le he dicho al oído: “Aquí me quedo. En tu pecho. En tu espalda. No me dejes nunca. Ven a buscarme. Sal a esperarme. Quiero caminar contigo para siempre”.

Es curioso. Sólo entonces me he convertido. Sólo entonces comienzan a cambiar las cosas. Ya no busco rendir cuentas, ni estar a la altura que los demás me exigen. Ya no tengo un precio ante el que me vendo. Definitivamente soy incorruptible. No me dejo comprar.

Vivo en Él, vivo para Él. He apoyado en Él mi cabeza y las cosas han cambiado desde ese momento. No espero el juicio de los hombres. Ni el aplauso ni la condena. Él me salva y en su corazón descanso.

[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

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