En su tercer largometraje, J.A. Bayona parte de una novela de Patrick Ness para hablar de la aceptación del dolor y de la pérdida en un adolescenteVivimos en una sociedad que tiende a minimizar, a quitarle importancia, a los sentimientos profundos de los más jóvenes. Se les mira por encima del hombro, con cierta condescendencia, como si la falta de maduración cerebral invalidara las emociones que nacen durante la infancia y la adolescencia.
Da la sensación de que, hasta que no llegamos a la mayoría de edad, hasta que no nos convertimos en adultos –y empezamos a asumir responsabilidades y, en general, descubrimos lo que es la vida, signifique lo que signifique eso–, no sabemos lo que es ni el dolor ni el sufrimiento verdaderos, como si antes de ello viviéramos en una especie de simulación virtual.
Ésa es, precisamente, una de las razones por las que Un monstruo viene a verme resulta tan necesaria: por su naturaleza de exploración respetuosa, cercana, al proceso de pérdida de un adolescente. Tanto el libro original de Patrick Ness –que partió, a su vez, de una idea de Siobhan Dowd– como la adaptación cinematográfica que ha firmado J.A. Bayona siguen con relativa fidelidad el modelo de las cinco etapas del duelo de la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross, que utilizan para adentrarse en cómo un niño de 13 años, Conor (Lewis MacDougall), que no dispone de las herramientas emocionales de un adulto para enfrentarse a un acontecimiento traumático, puede llegar a aceptar el hecho de que su madre (Felicity Jones) esté en la fase terminal de un cáncer.
Ahí es donde encaja el lado fantástico del largometraje, que como deja claro el trabajo de fotografía de Óscar Faura –que rueda las secuencias cotidianas con una iluminación realista, más bien tirando a grisácea, y cierto grano, mientras que en las apariciones del Monstruo (Liam Neeson) amplía la paleta de colores y hace la imagen más llamativa– es, en realidad, una proyección de la batalla interna de su joven protagonista.
No parece casual, en ese sentido, que ese ser casi mitológico tome la voz de su propio abuelo –un pequeño y brillante detalle de fondo que recontextualiza el significado de sus apariciones– cuando Conor necesita una figura masculina que le apoye y le comprenda mejor que su ausente padre (Toby Kebbell): está recurriendo, sin ser consciente de ello, a la memoria compartida con su madre para intentar equilibrarse a nivel emocional.
Siendo, precisamente, una celebración de la creatividad, y de lo curativo de la expresión visual y del dibujo, es una lástima que Bayona haya preferido visualizar los dos primeros cuentos que narra el Monstruo con un tipo de animación digital que, aunque imite los trazos de la acuarela, no tiene ni la fuerza ni la belleza plástica que podría haberle proporcionado una resolución más tradicional, más artística.
Pero no deja de ser un detalle menor dentro de un largometraje que, en el fondo, crece cuanto más contenido y más minimalista es –y cuanto más se aleja de las tentaciones lacrimógenas de abordar un tema tan sensible como el cáncer–.
Y es que, aunque el gancho comercial de Un monstruo viene a verme sean las secuencias fantásticas, en las que se usa el CGI de forma más espectacular, lo que realmente sostiene la obra es su entramado dramático. Lo que realmente impacta, y acaba manteniendo la atención del público, son los (ímprobos) esfuerzos por parte de su joven protagonista para aceptar una situación terrible, traumática, y, sobre todo, los miedos y las contradicciones –el lado más oscuro y más inquietante de un proceso depresivo– que provocan en él.