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“El hombre de las mil caras”: Siempre nos quedaremos en París

Antonio Rentero - publicado el 26/09/16

Una nueva película sobre las vergonzosas tramas de la corrupción en la España de los 80

Teníamos Juegos Olímpicos, Exposición Universal, tren de alta velocidad… España era el país en el que más rápido podía uno hacerse rico, Montesquieu estaba muerto y todo eran días de vino y rosas. Pero tanta luz proyectaba oscuras sombras que servían a intrigantes personajes para medrar y obtener lo que su habilidad o su buena ubicación les permitía trincar en beneficio propio, de tan rebosantes como estaban las arcas de los fondos de reptiles.

Desde los años de plomo en los que en un año ETA podía asesinar a un centenar de inocentes la lucha contra el terrorismo había transitado sendas tenebrosas que sirvieron para dar cancha en la que jugar a personajes como el que protagoniza esta película que nos arroja a la cara nuestro pasado reciente en clave de thriller que asombra y apasiona por igual gracias al firme pulso del director Alberto Rodríguez (“Grupo 7”, “La isla mínima”), convertido ya por derecho propio en un historiador de nuestras vergüenzas en las décadas de los 70, 80 y 90… y quién sabe qué nos deparará su filmografía en los próximos años.

Parte de “culpa” del despiadado, constante e implacable ritmo la tiene la excelente partitura de un Julio de la Rosa que apunta una ambientación electro-industrial que no chirría por la asincronía temporal y que recuerda favorablemente a los exquisitos Trent Reznor y Atticus Ross de la BSO de “La red social” (David Fincher, 2010).

Los acontecimientos se presentan ante el espectador a medio camino entre la puesta en escena al modo tradicional y el documental trufado de testimonios de uno de los escasos personajes imaginarios, el narrador encarnado por José Coronado que desgrana los hechos históricos con trasfondo de imágenes de archivo, retazos de memoria audiovisual televisiva, mientras nos obliga a rememorar lo que conocimos por los telediarios y los periódicos y asistir a lo que posteriormente conoceríamos por los sumarios judiciales.

El perfecto espía, el timador sublime, el bon vivant y mentiroso insuperable que era Paco Paesa (lapidaria la última línea de diálogo de la película, “je ne sais Paco”) merecía una película como esta que hiciese justicia a quien durante años colaboró con las tinieblas del Estado en la lucha contra los sanguinarios terroristas y que tras ser ninguneado (y casi podría decirse que estafado) se encontró con la oportunidad de su vida: colaborar en la saga/fuga del exdirector general de la Guardia Civil, Luis Roldán (mención aparte merece aquí la soberbia interpretación de un Carlos Santos mimético) hasta el punto de tejer una red de engaños, falsedades, apariencias y ocurrentes artificios que ni el más imaginativo guionista de novelas de espías habría sido capaz de pergeñar.

Especialmente cuando al final de “El hombre de las mil caras” descubrimos que la vida real, esa donde Dios es siempre el mejor guionista posible, supera la imaginación de quienes un día idearon las historias de películas como “El golpe” (George Roy Hill, 1973), “Nueve reinas” (Fabián Bielinsky, 2000)o cualquiera de la saga “Ocean´s eleven”.

Cuando salimos de la proyección, tras rememorar aquellos meses en los que todo el planeta buscaba a un hombre que parecía saltar de continente en continente como Pedro por su casa y que realmente siempre estuvo en París, comprendemos cómo fue realmente la incapacidad para soportar la soledad y el alejamiento de los seres queridos lo que terminó por quebrar a un hombre que tenía en un banco 1.500 millones de pesetas que no eran suyos pero que era incapaz de disfrutar.

Enfrente, quien le ayudó a huir, esconderse y poner a salvo el dinero, podía dejarlo todo atrás con solo coger una maleta y un cuadro de Modigliani (sobre cuya autenticidad podemos y debemos dudar) siempre que tuviera dinero disponible para emplear. Era capaz de dejar todo atrás, incluso su propia vida. Total, una vida de mentiras también podía ser capaz de soportar una muerte de mentira.

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