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Más allá de lo que veo… ¿qué hay?

Carlos Padilla Esteban - publicado el 23/09/16

¡Cuesta tanto comprender detrás de tantas cosas fugaces!No sé hablar con propiedad de lo que no conozco. Y en realidad con el paso de los años compruebo que son cada vez menos los temas que conozco algo mejor. Y siempre me voy quedando atrasado, anticuado o voy olvidando lo que antes sabía.

Intento dibujar con palabras la realidad que no conozco. Como con un pincel. En un cuadro lleno de luces y de sombras. Porque los cuadros, con sus imágenes, me explican mucho más de lo que yo veo. Su luz me habla de una realidad nueva, desconocida, casi oculta entre las sombras. E intuyo más de lo que veo. O leo entre líneas, descifrando más de lo que me muestran.

Me gustaría escribir pintando y dibujar escribiendo lo que sueño, lo que anhelo. Las imágenes reflejan sueños y realidades. Y me hacen percibir en su apariencia lo que temo o lo que espero. Me confunden. Me apasionan. Me enamoran.

Una imagen logra en mí el mismo efecto que mil palabras. Una pluma no es un pincel aunque lo pretenda. Una palabra no evoca lo mismo que una imagen. Y aunque intento definir los contornos con palabras, no logro el mismo efecto que el pincel en un cuadro.

Y aun así deseo que mis palabras evoquen más de lo que dicen y sugieran más de lo que anuncian. Como en un cuadro.

El otro día pude observar un cuadro del Bosco, el jardín de las delicias. En este cuadro el autor evoca en mil figuras el paraíso. El cielo, la tierra y el infierno. El placer y los pecados en figuras de hechuras imposibles.

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Picasa

Son tres los pecados que el hombre de la Alta Edad Media pensaba más importantes: la lujuria, la gula y la ira. Pecados que encadenaban su vida. Esa vida que anhelaba el cielo.

El hombre atrapado en el tiempo, en medio de los días, luchando por lograr el placer, anhelando alcanzar una felicidad eterna. ¡Tiene tantos colores esa figuración del cielo y del infierno! El autor señala los caminos posibles.

Y la muerte siempre presente amenaza, con su llegada repentina o esperada, el final de una felicidad terrena.

Me impresiona siempre esa búsqueda del hombre de la felicidad atado en esta tierra, echando raíces, no dejando de mirar el cielo. Tratando de retener entre sus manos ese tiempo fugaz en el que la belleza perece.

Lo sé, una imagen evoca mucho más que mil palabras. Una imagen me hace imaginar, soñar lo que no veo, interpretar lo que veo. Temer y desear. Todo eso lo entiendo.

Pero muchas veces ni las imágenes, ni las palabras, logran explicarme lo que no entiendo, lo que no comprendo. El sentido último de la vida y de la muerte. La meta que busca mi camino. La inevitable temporalidad de todo lo que hago. Y esa sed de infinito que hay en mi alma y me habla de lo eterno, de lo que no poseo.

El padre José Kentenich habla de hambre de felicidad, impulso a la felicidad. ¿No sabemos por experiencia y por observación de la vida, que el impulso hacia la felicidad y con él, el impulso hacia la alegría, están impresos, de forma indeleble, en nuestra naturaleza humana?[1].

Una felicidad perenne que sueña el alma. Una felicidad eterna. Una plenitud que llene mi caparazón vacío. ¡Cuesta tanto comprender el más allá y la fugacidad de todo lo que veo!

Tal vez es porque sólo veo como en un tapiz los hilos enredados de mi vida. Y quiero saber más, entender más, desentrañar tantos misterios ocultos.

Aunque sé que Dios puede concederme a veces ver algo más claro lo que quiere de mí, lo que espera. Y me deja ver el otro lado del tapiz, por un tiempo, como cuenta un joven que falleció hace unos meses, Santiago Cremades, en una carta dirigida a Dios:

Alguien dijo que nosotros estamos al otro lado del tapiz pues bien, Tú, durante mes y medio me giraste el tapiz y me señalaste en tu obra. Y no sólo eso sino que llevándome en volandas me permitiste representar mi papel. Es decir, me revelaste infinitos dones que habías puesto en mí que no conocía y además me diste capacidad para devolvértelos todos, vaciarme en los demás por completo, lo que me hizo conocer la felicidad verdadera”.

Hay momentos de luz en los que logro percibir más de lo que veo. E intuyo más de lo que no consigo definir. Y me conozco más, sé mejor quién soy, para qué estoy hecho. Llego más hondo y veo un cielo perfecto en el que entro yo con mis talentos y límites.

Y vislumbro un final feliz y para siempre. Y dejo de temer las sombras y los fuegos. La muerte y el dolor. Toco con mis manos una felicidad plena y verdadera que aún no poseo, aunque la sigo buscando por los caminos.

Y sé que a veces sólo centro mi felicidad en cosas tan pasajeras que no me llenan el alma. Y hablo torpemente de lo que no conozco, como un ignorante de la vida. De lo que sólo Dios conoce totalmente y me deja ver bajo una luz tenue.

Y me emociona pensar en esos cielos en los que la felicidad no dependerá de cosas pasajeras. Y viviré plenamente y para siempre lo que ahora sólo valoro por un tiempo.

[1] José Kentenich, Vivir con alegría

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