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Florence Foster Jenkins: dar la nota con autenticidad

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Josep Maria Sucarrats - publicado el 23/09/16
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Una comedia que es también la tragedia del final de la vida de la que fue peor cantante de ópera de todos los tiemposEsto va de música. Y con banda sonora de Desplat está más que justificado que sea así. Es 1944, y alguien baja de los cielos en el teatro del Club Verdi. ¿Es el ángel de la inspiración o una terrible valquiria? Es Florence Foster Jenkins (¡qué grande es Meryl Streep…!), que disfruta a lo grande interpretando lo uno y lo otro. «La música es mi vida; la música importa. Y en este momento oscuro de nuestra historia importa más que nunca», afirma Jenkins en la pantalla. Argumento potente el de dedicar la vida a la belleza como respuesta a la época. Válido para los años 40; válido para nuestros tiempos revueltos. Si además lo dice Streep, te lo crees y punto.

Stephen Frears (La reina, Philomena, Las amistades peligrosas…) nos brinda una película agradable, cálida para los días que corren, y que nos transporta a esa Nueva York de mitad de siglo XX que tanto nos apasiona. Comedia clásica en tiempos de remakes y de superhéroes, lejos de las burradas de la nueva comedia americana, la cinta se enmarca en la tendencia a contar historias verdaderas. Estamos faltos de testimonios de algo auténtico, incluso bello; necesitamos a personas que se arriesguen por sus sueños.

Frears nos acerca al personaje de Florence Foster Jenkins, poco después de haber visto el año pasado Marguerite, de Giannoli, adaptación libre de la historia de la cantante, situada en París. Este mismo año llegará un documental interpretado por la prestigiosa mezzosoprano Joyce DiDonato dedicado a la que ha sido calificada como la peor cantante de ópera de todos los tiempos. ¿Quién es esta mujer de la que todo el mundo habla y que fascinó incluso a David Bowie? La película nos lo cuenta a partir de los últimos meses de su vida.

Jenkins es una melómana multimillonaria entradita en años. Es la fundadora del Club Verdi de Nueva York, donde actúa para un público comprado que aplaude sus vestidos y sus histrionismos de diva decimonónica. Su marido actual, St.Clair Bayfield (¡por fin Hugh Grant está de vuelta!) es también un artista frustrado y aprovecha las sesiones para hacer pinitos teatrales. St.Clair buscará a un pianista que permita a Florence hacer un paso decisivo en su carrera operística, a pesar de su absoluta falta de talento. La multimillonaria no sabe que todo el mundo se ríe de ella, y está convencida de ser clave para la música. La cantante cree que su voz puede ayudar a los soldados agotados en la Segunda Guerra Mundial. Por ello, les organiza un concierto en el Carnegie Hall, donde 3.000 personas la convertirán en carnaza. La burbuja que Bayfiled había construido para ella se rompe. Y la verdad a veces es demasiado dura…

Sin saberlo, Jenkins es una auténtica freak que vive de la risa que provoca. Su éxito está precisamente en aquello que ignora: su total falta de oído y afinación. Pero es tanto el amor que tiene por lo bello… En este sentido la cinta no es tanto una comedia como una tragedia dulce. Reírse o llorar. O las dos cosas a la vez.

¿Cuál es, pues, la gracia de contar la historia de una melómana desafinada que se mete a cantante? Pues que Frears no se burla de ella ni de su marido. Al contrario, el director muestra con ternura la historia de amor entre ambos, a pesar de sus pecados, es más, en sus pecados. Y eso es terreno difícil, sobre todo en la medida en que el marido no permite que Jenkins conozca la verdad… El director tiene claro que apuesta por presentar a un marido que ama, que desea el bien del otro hasta límites no razonables.

¿Es justo no decir al otro la verdad? Frears no quiere entrar en esto. Quiere que nos conmovamos por el drama, por el dolor de la persona, por la autenticidad de alguien que no podía cantar pero que cantó. Detrás de cualquier freak hay siempre un ser humano.

La cinta tiene la gracia de no hacernos quedar con el mal del uno y del otro. Y es que la pareja protagonista está de ensueño. Meryl Streep lo hace fatal, que en este caso es lo que toca. Lo hace tan mal que clava a la cantante incluso en sus gorgoritos, y nos da una maravillosa Florence, de quien nos enamoramos. Hugh Grant hace el mejor papel de toda su carrera. Recupera su papel de galán, de hombre que nos permite enamorarnos y tener compasión de esa mujer, y se saca su cara compungida de pánico escénico.

Vean la cinta, por favor. En la tragedia de no poder, de saberse limitado, está la gracia de la película, y de la vida de Jenkins. Estamos necesitados de personajes auténticos.

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