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CINE CLÁSICO El cazador, la obra maestra de Cimino

Jorge Martínez Lucena - publicado el 18/09/16

Una gran película sobre Vietnam de un director que supo hacer un cine profundamente excesivo, doloroso y perturbador

Michael Cimino murió recientemente a los 77 años. En sus últimas apariciones públicas cubría su cara con unas enormes gafas de sol. Parecía como si quisiese evitar las murmuraciones sobre un posible cambio de sexo a la Wachowski, o un más que probable paso por el quirófano de un cirujano plástico.

Cuando nos llegó la noticia de su muerte, hacía años que Cimino se había convertido en un clásico. Era como si el verdadero Cimmino, el animal cinematográfico, hubiese muerto hace tiempo, en los ochenta, y alguien hubiese usurpado su cuerpo para finalmente poder vivir desprendido de una identidad artística que, sin lugar a dudas, le conllevaba pingües sufrimientos.

En el cine de Cimino hay algo profundamente excesivo, doloroso y perturbador. No sólo tiene una sensibilidad que le permite percibir la realidad de un modo mucho más descarnado, dionisíaco y dislocado, sino que, además, es capaz de revelarnos inquietantemente lo que ve.

El cazador (1978) es quizás su obra maestra y un buen ejemplo de todo esto. Tres horas de metraje que, además de merecer los Oscar a la mejor dirección y al mejor filme, te mantienen hipnotizado y enganchado a una mirada a contrapelo sobre la naturaleza de lo humano. Como todas las grandes historias, la trama es muy sencilla en cuanto al contenido y todo el secreto de su magnetismo está en el modo de ser contada.

Michael (Robert de Niro), Stan (John Cazale), Steven (John Savage) y Nick (Christopher Walken) trabajan en la siderurgia en un pueblo del norte de los Estados Unidos donde gran parte de la población es de origen ruso. Las primeras imágenes que nos regala la película parecen remitir simbólicamente a un origen magmático de lo humano, a una especie de entropía primordial de la que estaría hecha la vida.

La tragedia palpita en la cinta desde el minuto cero, se va incubando lentamente. Los chicos trabajan duro, se desgastan en el trabajo y compensan esa alienación emborrachándose, cazando ciervos, casándose, alistándose en el ejercito. Su mundo tiene multitud de dispositivos para reencantar la existencia. Hay citas ineludibles, ritos de masculinidad que proporcionan una narrativa desenfadada y te evitan la anomía. Algo que va a ser puesto a prueba en su significado.

La segunda parte explica la experiencia de alguno de esos amigos americanos en la guerra de Vietnam. Vemos una breve carnicería en un pueblo campesino. Bombas, lanzallamas, asesinatos indiscriminados de mujeres y niños. Pero la mayor parte del metraje la cámara se entretiene minuciosamente en mostrarnos la inhumana espera de la muerte de los protagonistas, que bordean la locura guardando turno en una celda acuática plagada de muertos y ratas, para jugar a la ruleta rusa unos contra otros ante la mirada alucinada y alcoholizada de sus asiáticos captores, que apuestan por quién morirá el primero. Cimmino consigue que el espectador se convierta en un verdadero géiser de ansiedad.

En la tercera parte, tras la fuga de aquella guerra absurda, Michael es el único que vuelve a casa sano y salvo. Pero, tras su cara a cara con la muerte, nada es igual. Viviendo percibe una dificultad para vivir. Las cosas no encajan. No se puede dejar llevar en su relación con Linda (Meryll Streep), la novia de Nick, en paradero desconocido. No puede vivir al margen del dolor de sus amigos. Sufre por Nick, que ha desaparecido en Vietnam. Y sufre por Steven, a quien le salvó la vida, pero que, habiendo perdido las dos piernas, no quiere volver a casa con su mujer y su hijo, porque prefiere permanecer en un hospital de veteranos donde le dan atención permanente y no tiene que soportar las miradas de lástima.

La película empieza a solucionarse cuando, lentamente, Michael entiende que no va a poder seguir viviendo sin atar todos los cabos sueltos. Por eso hace volver a Steven al pueblo y se marcha de nuevo a Saigón siguiendo el rastro de Nick, al que no puede salvar de su locura.

A la vuelta, el deseo de matar ciervos ya no se impone. Michael ha aprendido que la vida es un don frágil que merece la pena cuidar. Los amigos supervivientes se reúnen en el bar donde antaño se corrían las farras. Han atravesado el infierno. Han tenido bajas y malas noticias. Llevan cicatrices en el cuerpo y en el alma, pero hay algo en la vida que merece ser celebrado: que siguen vivos, que son amigos y que forman parte de una gran nación, que trasluce en la canción que entonan al fin del metraje. Aunque no hay engaño, porque es un final triste (en consonancia con la inolvidable banda sonora), en el que te das cuenta de que todos esas cosas, siendo importantes, no bastan.

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