El futuro todavía no está escrito. THE CLASHEl impacto que causó Elvis Presley en los años cincuenta fue similar a un terremoto. La era Eisenhower, segregacionista y conservadora, vivió con sus canciones, bailes y películas una verdadera conmoción. Hasta cierto punto, era un aviso de que los tiempos estaban cambiando, como luego dejó muy claro la contracultura. Un artista tan trasgresor, capaz de mezclar el rhythm and blues con la música country (un combinado que abrió las puertas del rock and roll), había comenzado a borrar las líneas de demarcación que por aquel entonces separaban a la sociedad estadounidense, a negros de blancos, a evangelistas de baptistas, a ricos de pobres, la alta cultura de la cultura popular…
Resulta curioso que el aumento de su popularidad y riqueza no le sirviese más que para ir perdiendo progresivamente su libertad creativa. La ecuación, sin embargo, es bastante frecuente entre actores y cantantes. Un éxito desproporcionado interpretando a un humilde chico que consigue abrirse camino en el mundo a menudo obliga a repetir el mismo papel en el futuro, una y otra vez.
Elvis vivió esa maldición al comprobar cómo sus papeles más ambiciosos en el mundo del cine eran rotundos fracasos y cómo sus inofensivas comedias musicales (en Hawai, Las Vegas o Acapulco) le devolvían el favor de los espectadores, como si todo el mundo quisiera recordarle quién era realmente y le animase a desistir de cualquier otra cosa.
Su último acto lo conocemos todos: murió en 1977, con sobrepeso y consumido por los barbitúricos, que en lugar de consuelo le hicieron delirar durante sus últimos años, en los que solía interrumpir los conciertos con largos e incomprensibles monólogos.
George Harrison en el documental The Beatles: Eight Days a Week – The Touring Years recuerda a Elvis para dejar claro que él tuvo que enfrentarse sólo al precio que implican la fama y el dinero, mientras que los miembros de The Beatles aún estaban muy unidos cuando en 1966 decidieron abandonar los conciertos, después de un agotador tour por 15 países en tres años, y la sensación de estar estancados en sus papeles de jóvenes rebeldes, como Peter Panes, adorados y perseguidos por sus fans, hermosos pero al mismo tiempo malditos.
La película, por desgracia, no repara demasiado en esto y tampoco en la extraña intersección que se estableció entre The Beatles y Elvis Presley cuando los primeros se negaron a actuar en Jacksonville (Florida) si en el concierto se segregaba a negros de blancos. En lugar de eso, pierde el tiempo con Whoopi Goldberg o Sigourney Weaver sólo porque son celebridades y porque acudieron muy jovencitas a algunos de los conciertos de The Beatles.
Las imágenes quieren presentarlos como los primeros (en cualquier cosa), como antirracistas, como músicos muy comprometidos con el mundo y todos sus complicados rollos, como becerros camino del matadero… Y en general como una respuesta a mil preguntas que no se llegan a formular, mientras gente de los pelajes más variados los recuerdan así o asado, siempre tan cerca de salvar el mundo que, si uno se deja llevar por sus pasiones más bajas, la única postura lógica al final es cabrearse porque los pobres no hubiesen podido conseguirlo y nos dejasen más solos que la una ante lo que se nos ha echado encima.
Por supuesto, hablamos de Ron Howard, el hombre de los rotos y los descosidos, tan hábil para hacer películas aceptables como torpe para que creamos que con ellas se ha contestado a alguna inquietud esencial. Ron es así: grandilocuente, un facebookero y tuitero adelantado a su tiempo (siempre con la supuesta última palabra para todo y sin embargo más simple que la una si le toca iluminarnos acerca de cualquier cosa).
Sobre The Beatles, por ejemplo, él solito se entusiasma en las entrevistas con motivo del estreno de la película, al contar de que manera utilizó internet con el fin de recuperar grabaciones de los conciertos de The Beatles y el proceso de digitalización al que se vio obligado a someter el material enviado por los fans, que aunque seguramente lo tenían por casa nunca les había dado por colgarlo en la red, y sólo se animaron cuando él les instó a hacerlo.
Por favor, Ron, no nos tomes por bobos, no nos cuentes historias cuando precisamente The Beatles se encargaron de demolerlas. ¿Es que no has visto Qué noche la de aquel día (A Hard Day’s Night, 1964, Richard Lester)?
Hace años Privilege (1967, Peter Watkins) y One Plus One/Sympathy for the Devil (1968, Jean-Luc Godard) relacionaban el mundo de la música con la revolución. Sus protagonistas, más que cantantes, parecían seres mefistofélicos capaces de pactar con el mismísimo Satanás y arrastrar a las masas en cualquier dirección. Las canciones para ellos eran casi conjuros, consignas políticas que convertían al público en un ejército potencial. La película de Ron Howard, en ese sentido, muestra un paisaje bien diferente, en el que los miembros de The Beatles han perdido el favor del Diablo y se han convertido en sus víctimas.
Del mismo modo que no es fácil evaluar cuál es el grado de libertad que tiene un músico sobre un escenario, tampoco es fácil evaluar cuál es el efecto que esa libertad tiene en cada músico; sin embargo, buena parte de nuestra fascinación durante un concierto en directo depende de la libertad que percibimos en el ambiente, porque tiene algo de catártica.
Muy a menudo, de hecho, nos conformamos con esa libertad en bruto, sin hacernos demasiadas preguntas sobre ella, no tanto por las limitaciones que podamos tener para juzgar una expresión artística determinada como por simple higiene mental. Racionalizar toda la energía que recibimos sensorialmente a veces es una actividad que no nos conduce a ninguna parte.
Además, en muchos casos ni siquiera los artistas son capaces de explicar sus obras de forma cabal. Hace años Fran Gayo, refiriéndose a El fulgor (2002, Ramón Lluís Bande), un documental sobre el proceso creativo de una canción de Nacho Vegas, decía que las dos entrevistas con el cantante resultaban poco esclarecedoras porque “en ellas divaga unas veces y otras acierta de lleno; cita, se equivoca, titubea, rozando en varias ocasiones terreno pantanoso al probar a capturar, a poner nombre a la chispa que pone en marcha todo proceso creativo, esa iluminación inaprensible que se zafa sin mayores problemas entre las palabras dispersas de Vegas, convirtiendo la película también en la crónica de un hermoso fracaso”.
Hasta hace poco había quienes creían que el musical se trataba de un género muerto, pero en realidad nunca ha sido así. Quizás lo que estaba y sigue muerto sea el musical al estilo hollywoodiense, al que Alain Resnais rindió un majestuoso homenaje en su película En la boca no (Pas sur la buche, 2003), que era al mismo tiempo una parodia de la cultura entendida siguiendo los modelos estadounidenses.
Yo, no obstante, creo que el problema no es si el cine musical está más muerto que vivo, si quienes hoy cantan y bailan son Fred Astaire, Ginger Rodgers, Gene Kelly, Cyd Charisse o un grupo de fantasmas; el problema es que nunca hemos tenido muy claro a qué llamar cine musical.
Hoy en día, el cine musical se ha vuelto bastante multiforme en parte debido a que ya no existe un público homogéneo que acepte el mismo tipo de música. Cada persona tiene sus prioridades. Aunque todavía hay quienes pueden disfrutar por igual de una ópera de Wolfgang Amadeus Mozart y de un álbum de Radiohead, lo normal es que la gente se decida por uno u otro y no por los dos.
La cultura cada vez es más coyuntural y sectaria, padece una peligrosa amnesia que está provocando serias limitaciones en los gustos que podemos llegar a abarcar. Una cosa así ha repercutido en los musicales, que han dejado de acaparar el interés masivo, para centrar su radio de acción en un público más concreto y reducido. Ya nadie apela a los espectadores en general ni utiliza la música de una sola manera. Muchos cineastas aceptan realizar videoclips para discográficas o para cadenas de televisión; otros trabajan codo con codo con artistas multimedia que luego exhiben sus obras en museos, y no faltan quienes realizan musicales destinados al mercado de los dvds.
Bastante gente asume que el verdadero sentido de los musicales es que nos hacen sentir bien porque nos ayudan a olvidar nuestras responsabilidades sociales y las dificultades con las que tropezamos; son entretenimiento puro.
A mí me resulta imposible aceptar que el entretenimiento y la inteligencia hayan de estar reñidos, de ahí que cuando veo un musical tenga el mismo nivel de expectativas que cuando veo un western, un thriller, un melodrama o una comedia. A cualquier película le pido que me divierta pero también que me ilumine. Conformarse con el goce sensorial cuando se ven musicales trae malas consecuencias, pues uno al final se vuelve demasiado perezoso y rechaza las obras más innovadoras e interesantes del género sólo porque hacen pensar. Y eso resulta trágico.
El poeta Charles Simic recuerda en su libro The Unemployed Fortune-Teller cómo en su juventud, cuando aún vivía en Belgrado, tenía que escuchar canciones de rock & roll con el sonido muy bajito porque era música prohibida, que a él, sin embargo, le parecía muy liberadora e imaginativa. Quienes hemos atravesado alguna vez un desierto en automóvil, con la radio encendida, sabemos que una simple canción es a menudo más valiosa que todo un libro de filosofía porque, además de ser como un tren que une ciudades, nos sirve para conectarnos emocional e intelectualmente con las cosas sin necesidad de utilizar el lenguaje.
The Beatles: Eight Days a Week – The Touring Years, en ese sentido, es todo lo contrario: un documental parlanchín en el que lo único que importa es que a veces oímos canciones de The Beatles en directo, con el sonido perfectamente digitalizado y comprensible, cosa que ellos no llegaron a percibir en los años sesenta, al darse cuenta de que durante tres años de gira de acá para allá lo único que habían hecho era vivir el futuro como si fueran seres prehistóricos, rodeados de fans enloquecidos a los que el sonido de sus canciones en directo era lo último que les importaba.