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Los siete magníficos: En pos del bien común

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Tonio L. Alarcón - publicado el 16/09/16
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Relectura del western de John Sturges que lanza una mirada crítica, desde el relato de género, de la política exterior estadounidenseUno de los aspectos más estimulantes del cine de género –y que hace tan apasionante su estudio más allá de visiones fanáticas y reduccionistas– es su capacidad para absorber, entre las grietas de los tropos y estructuras heredadas, la esencia del contexto sociopolítico del momento en el que se ha producido la obra en cuestión.

Incluso cuando sus responsables no tienen intención alguna de reflexionar sobre su tiempo, las películas de género son un reflejo muy fiel de la realidad en la que están circunscritas, describiéndola, entre líneas, de forma más eficaz que aquéllas que pretenden dejar huella intelectual.

Algo que se ha reflejado en las diversas versiones de Los siete samuráis que han ido produciéndose desde la espléndida acogida internacional del original de Akira Kurosawa. Ésta partía de los esquemas narrativos del jidaigeki para describir, desde la ficción, la sensación de opresión que la sociedad japonesa sintió durante la ocupación estadounidense –hay que recordar que el propio Kurosawa tuvo que lidiar con la censura norteamericana en los inicios de su carrera–.

En cambio Los siete magníficos de John Sturges era el canto de cisne de una forma de entender el western, pero también el retrato de una sociedad esperanzada –fue la época de la consagración de John F. Kennedy y de Martin Luther King– con la posibilidad de remar todos a una… Mientras Los siete magníficos del espacio arrastraba todavía, pese a la influencia de La guerra de las galaxias, parte del nihilismo y la desesperanza de los años 70.

A la hora de renovar la estructura esencial trazada por Kurosawa junto a Shinobu Hashimoto y Hideo Oguni, Antoine Fuqua no ha intentado, al menos en apariencia, revolucionar nada. Su versión de Los siete magníficos es una aventura con aliento clásico, que aprovecha con mucha inteligencia la química de sus protagonistas, y en cuyas set pieces se mezcla la influencia del spaghetti western con el concepto muy personal (y muy brillante) de la acción de su director.

La cuestión es que, detrás de todo ello, y con la complicidad de sus guionistas, Richard Wenk y Nic Pizzolatto, Fuqua lanza auténticas cargas de profundidad contra las ocupaciones estadounidenses de países con riqueza petrolífera, y se cuestiona, a través del fascinante personaje de Peter Sarsgaard –un tycoon hecho a sí mismo y con su propio ejército privado, malvado guiño a Blackwater y contratistas similares–, la filosofía y sobre todo la moralidad del neoliberalismo.

Pocas películas contemporáneas tan agresivas y tan combativas contra la situación de indefensión del pueblo llano frente a los desbarajustes de las grandes fortunas… Ni con una defensa de la identidad étnica tan encendida –no creo que sea ni mucho menos casualidad que Denzel Washington haya optado por darle a un aspecto tan similar al de Fred Williamson, estrella del blaxploitation, en Boss Nigger–.

Lo que no significa que Los siete magníficos sea un largometraje discursivo. Al contrario. Fuqua, sus guionistas y su montador habitual, John Refoua, ha construido un relato que se mueve siempre hacia delante, sin perder el tiempo ni frenarse más que para tomar un poco de aire, presentando a sus personajes y a sus circunstancias en continuo movimiento.

Más allá de su (interesantísimo) discurso sociopolítico de fondo, el largometraje es un espléndido ejercicio de concreción narrativa, en el que los diálogos están reducidos a su mínima expresión –ahí se nota la labor de Wenk, en las últimas décadas especializado en los relatos noir secos y percutantes– y en el que prácticamente no hay detalle sin una función dramática posterior, de ahí que sus 133 minutos transcurran como una auténtica exhalación.

Ni siquiera se entretiene con romances –a pesar del insistente flirteo del personaje de Chris Pratt hacia el de Haley Bennett–, de ahí que la amistad entre sus siete mercenarios surja de forma pausada, natural, a medida que la propia historia va avanzando.

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