Una saga no tan superficial como parece a primera vistaMel Gibson vuelve a las pantallas. Esa es la gran noticia de la semana. Y es noticia porque este neoyorquino crecido en Australia estaba ya en nuestras almas en multitud imágenes, esperando una nueva resurrección de celuloide.
Es verdad que últimamente su fotografía va más asociada a infidelidades, malos tratos y separaciones que a su gran labor cinematográfica como director y como actor, o a aquellas historias de conversión que se oían antaño sobre su vida crapulosa de juventud, su encuentro con un sacerdote católico y su metanoia radical, que justificaría aventuras como la dirección de La Pasión de Cristo (2004) y de El hombre sin rostro (1993).
Desde su primera aparición en Mad Max: salvajes de la autopista (1979), Mel Gibson se convirtió en uno de los más rutilantes iconos de belleza masculina para los que fuimos adolescentes en los ochenta. Una estampa de tipo duro con mirada azul, pícara y cristalina, con una cierta tendencia a la rebeldía, al salvajismo, a la locura y a una suerte de hybris posmoderna, que se repite sin excepción en muchos de sus personajes y que quizás llega al paroxismo en el papel de William Wallace en su multipremiada Braveheart (1995), concretamente en la mítica escena del discurso a la tropa antes de la gran batalla por la libertad.
Pero el Gibson en el que estamos embebidos los que nos criamos en los tiempos de su apogeo como estrella es menos el artista profundo y más el mero paradigma masculino mainstream que se repite en tantos de los filmes que protagoniza en los ochenta y principios de los noventa, como Conexión Tequila (1988), Dos pájaros a tiro (1990) o Air América (1990).
La columna vertebral de ese estereotipo tan hollywoodiense está, sin duda, en Arma letal (1987) y sus secuelas Arma letal 2 (1979), Arma Letal 3 (1992) y Arma Letal 4 (1998), donde interpreta a Martin Riggs, un policía de Los Ángeles que se ha convertido en un loco suicida tras la muerte accidental de su mujer.
Arma letal es una buddy movie. Una de esas cintas protagonizadas por dos amigos en acción. Ejemplos existen a mansalva: desde las protagonizadas por el recientemente fallecido Bud Spencer y Terence Hill, hasta películas increíblemente divertidas como la argentina Tiempo de valientes (2005).
En Arma letal, Martin Riggs, un detective excesivo en todos los niveles y con pasado de fuerzas especiales en Vietnam, se pone a trabajar codo con codo con Roger Murtaugh (Danny Glover), un cincuentón padre de familia numerosa en la cincuentena que empieza a sentir en su cuerpo las lacras de la edad.
Tirando del hilo de la investigación de un presunto suicidio que resulta ser el mero capilar de un caso de narcotráfico a gran escala, ambos personajes, que en un principio encarnaban valores antagónicos, van trabando una improbable amistad sin fisuras.
Así, toda la saga se convierte en una especie de reconciliación entre generaciones. Un hombre solitario, desnortado y aparentemente fuerte, con aspecto de guitarrista glammer, curtido por su pasado traumático, y que no encontraba su sitio en una sociedad individualista y burocratizada, se sorprende abrazado por otro hombre y su familia, supuestamente mucho más frágiles que él. Con ello redescubre su vocación como policía: proteger y servir, primero a la familia de su amigo, y, por ende, al resto de la sociedad.
Al final, la retahíla de películas que protagonizaron Martin Riggs y Roger Murtaugh, fueron la sencilla y amena repetición de esa metáfora del paso de la adolescencia a la vida adulta que intentábamos a trancas y barrancas, en aquellos remotos días del siglo pasado.