Una vida de lujo y fama a veces puede desembocar en un profundo aislamiento y una dolorosa soledadDurante años, Julio Iglesias tuvo un sueño que, de tanto repetirse cada noche, acabó convirtiéndose en una pesadilla: en él se veía a sí mismo buceando en el agua de su piscina, rodeado de peces que le aplaudían pero con los que no se podía comunicar.
Algo así es lo que sienten los protagonistas de las películas de Sofia Coppola, y algo así es lo que posiblemente llegó a sentir durante mucho tiempo su padre, Francis Ford Coppola, que de haber sido uno de los cineastas más importantes de los años setenta pasó luego a ser una pálida sombra de sí mismo aunque él hiciese todo lo posible para escapar de su fatídico destino: ser olvidado o convertirse en el cadáver de futuras lecciones de anatomía cinéfila.
De primera línea se fue a la retaguardia, del patio de butacas se fue al anfiteatro, de los grandes estrenos y las frases grandilocuentes se fue a los circuitos minoritarios y a comentarios menos desmedidos… Ya no iba a cambiar el mundo, ni siquiera la historia del cine. En adelante le tocaría la suerte del protagonista de Twixt (Val Kilmer), un escritor de segunda categoría que recorre pueblos y pequeñas ciudades donde apenas firma ejemplares de su última obra, sobre una bruja a quien él mismo comienza a detestar después de haber escrito varios libros sobre ella sólo porque los primeros tuvieron ventas aceptables.
Como el propio Coppola escribió el guión y en él se hace alusión a un niño ahogado (algo que le sucedió a él mismo cuando perdió a su hijo Gian-Carlo, de veintipocos años, en circunstancias parecidas), la película podría verse desde una perspectiva autobiográfica e incluso paródica.
Las guerras dividen a la gente, la obligan a posicionarse en un bando o en otro, pero de ellas –como dijo Orson Welles– salen genios que luego cambian el curso de la historia; en Suiza, sin embargo, diez mil años de paz sólo han servido para producir el reloj de cuco.
Dejemos de lado si la frase es literal o si estamos de acuerdo con ella, y pongamos que Francis Ford Coppola fue en los años setenta un experto en cine bélico, cuando quería cambiar la historia del cine con sus películas y con la productora Zoetrope, y que Twixt, su penúltima obra hasta el momento, la ha rodado de una manera independiente, muy lejos ya del campo de batalla y las trincheras, sin necesidad de hacer dinero con ella porque le sobra y sin tampoco prestar demasiada atención a la repercusión crítica que pudiese tener.
Él mismo la considera un trabajo amateur, hecho por amor al medio pero con plena conciencia de no ser de un canto de cisne a la altura de su anterior filmografía (quizás por eso ahora mismo prepara el lanzamiento de la ambiciosa Distant Vision). O sea que también podríamos decir que el antiguo Michelangelo Buonarroti se ha convertido en un reloj de cuco, y que tampoco pasa nada si lo que nos cuenta en Twixt nos recuerda a un “Stephen King de sótano cutre”, porque así fue -más o menos- como comenzó su carrera, al rodar Dementia 13 (1963) mientras trabajaba a las órdenes de Roger Corman, dispuesto a cualquier cosa con tal de que luego pudiera ponerse detrás de una cámara y experimentar.
Coppola explicaba que la génesis de Twixt fue una mañana de resaca en Estambul, tras una noche seguramente rocambolesca, un sueño agitado que acabó transformándose en pesadilla y el regreso a la vida con la sensación de haber llegado a ella con una historia sin final.
Nuestro escritor de segunda fila se detiene en un pequeño pueblo donde nadie le espera en la librería local además del sheriff (Bruce Dern), de pésimo gusto literario aunque con el suficiente olfato como para intuir que a veces la imaginación de un literato puede llevar un caso de asesinatos en serie sin muchas pistas que seguir por caminos imprevisibles y productivos. El policía, por supuesto, es un cabroncete; el escritor, un alcohólico cuyo matrimonio hace aguas; y Edgar Allan Poe (Ben Chaplin) -él, sí él- viene al rescate de ambos para indicarles cómo mirar en un mundo donde ya nadie es capaz de ver lo que tiene delante de sus narices.
Lo cierto es que si Youth Without Youth (2007) y Tetro (2009) no dejaron indiferente a nadie y hubo quienes las amaron y quienes las odiaron, con Twixt el rechazo fue tan unánime que jamás llegó a estrenarse en España y se ha convertido en una película de culto entre los fans de Coppola y entre los aficionados al cine de terror más friki. Después de diez años de silencio, lo que intentaba hacer es reinventarse como cineasta independiente. Sus aspiraciones no tenían nada que ver con las de Quentin Tarantino al principio, con Youth Without Youth y Tetro, impregnadas por los manierismos del cine europeo, pero con Twixt podría decirse que desembocaron directamente en las golosinas.
Cuando habla sobre sus compañeros de generación (William Friedkin, Peter Bogdanovich, Michael Cimino, Dennis Hopper) o sobre él mismo, retrata a personas sin medida, dispuestas a poner a prueba los límites del séptimo arte, rebeldes que no aspiraban a ofrecer una visión del mundo sino a modificarlo, a darle una nueva vida. En la rueda prensa que hizo en Cannes tras la proyección de Apocalypse Now (1979), aseguró que no había hecho una película sobre Vietnam, su película era Vietnam. Por megalómano que pueda sonar, lo cierto es que hoy difícilmente se estrenan obras de esa ambición artística o de la ambición de las tres partes de El Padrino (The Godfather, 1972-1990), La conversación (The Conversation, 1974), Corazonada (One from the Heart, 1982), Rumble Fish (1983) o Drácula (1992).
Y ahora que ya he dicho lo anterior, no hace falta avisar a nadie de que Twixt tiene poco de genialidad y mucho de chifladura. Evoca al Hollywood clásico (y también a series televisivas como Twilight Zone) a través de las nuevas tecnologías, con cuidadísimos encuadres, un magnífico uso del claroscuro, varias secuencias oníricas en blanco y negro, el sonido más irreal que recuerdo en mucho tiempo, y un argumento absurdo. Podría entenderse como una historia de fantasmas en un escenario real o como autobiografía sin reto
ques, despiadada, también como una delirante muestra de amor hacia las imágenes en movimiento. Con Coppola no caben las medias tintas, le gusta asumir riesgos. Su decálogo del cineasta perfecto comienza asumiendo que el cine hay que redescubrirlo cada vez que uno se pone detrás de una cámara.
William Faulkner decía que si para escribir una obra maestra era necesario matar a su madre, lo haría. Seguramente Coppola está de acuerdo con él. Pero algo así no significa que sean asesinos potenciales, significa que para ellos el arte está por encima de cualquier otra cosa porque el arte es lo que nos hace mejores y porque ser buenos no es suficiente para hacer obras maestras.
Lo cierto es que Coppola consiguió ser lo bastante persuasivo con El Padrino para hacernos creer que la mafia, la corrupción y la violencia son intrínsecas a la sociedad capitalista y que, por tanto, debemos aceptarlas e incluso aplaudirlas; y con Apocalypse Now nos hizo ver las drogas, la brutalidad y la injusticia como algo lógico entre los soldados norteamericanos que combatieron en Vietnam.
Twixt, no obstante, es una revisión de ese tipo de ideas. Quizás pretende recordarnos que a menudo del arte lo único que vale la pena tener en cuenta son sus obras, no a sus artistas. Quizás es una excusa sin remordimientos, con la que Coppola se autorretrata como un pobre desgraciado: un cineasta sin ideas, alcohólico, al borde del divorcio y traumatizado por el daño causado a sus familiares. Quizás es una declaración de principios a favor del cine y en contra de la vida.
O puede que en el fondo sea una muestra de resistencia de una ballena moribunda que se niega a dejarse engullir por las aguas antes de lanzar un último mensaje al mundo del cine para que recupere cierto grado de independencia y haga propuestas al margen de la industria o las modas imperantes.