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Ni comprar ni limpiar la casa en domingo: Una propuesta

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Gabe Taviano CC

Maria Garabis Davis - publicado el 04/09/16

"Guardar el día del Señor es lo mejor que he hecho jamás por mi familia"

La conocí en una feria comercial en la que participaba. Hicimos buenas migas al instante y la conversación fluyó con rapidez. Ella era propietaria de una tienda de regalos cristianos y buscaba una forma de modernizar y hacer más atractiva la tienda a los intereses cambiantes de sus clientes. Totalmente en sincronía con la razón que me llevó a esa feria. Éramos muy parecidas.

Mientras hablábamos de todo lo que teníamos en común y de nuestro amor por la fe católica, la conversación dio un giro imprevisto: “Por supuesto, no hago nada los domingos”. Claro, convine yo sin reparos. Por supuesto, una tienda de regalos cristiana no abriría un domingo. Hasta que ella repitió: “No, de verdad no hago nada los domingos. Es el Día del Señor y eso me lo tomo muy en serio”.

La miré, incrédula: esta mujer delgada, alta, rubia, tremendamente elegante y aparentemente a la moda, no sólo hablaba de no trabajar los domingos, sino de no hacer nada de nada los domingos. La práctica de la vieja escuela no le rechinaba en absoluto.

No pude evitar sentirme catapultada a mi infancia. Por aquel entonces, mis hermanas y yo nos lamentábamos a menudo por el “maleficio de los domingos”. La insistencia de mi madre en mantener santo el sabbat para mí era una tortura y me parecía algo caprichoso. Su norma inquebrantable de no ir de compras los domingos me convirtió en una aguafiestas social, en especial durante la secundaria, cuando todos mis amigos deambulaban constantemente por el centro comercial local. Y lo que era peor, resultaba que cada vez que elegíamos ignorar las normas de mi madre, terminábamos frustradas y miserables.

Cualquier domingo que vulneráramos deliberadamente la norma y nos íbamos de compras, de alguna forma la operación se llenaba de dificultades: compramos tallas equivocadas, los artículos tenían el precio cambiado… más el inevitable fracaso de nuestras conquistas comerciales, ya que teníamos que repetir los viajes para corregir las equivocaciones en las compras.

Pero ahí estaba en esta feria, escuchando a esta mujer de negocios contándome historias sobre todas las formas en que Dios la había bendecido desde que entendió el Tercer Mandamiento y lo aplicó a su vida. Yo no le encontraba el sentido. Como propietaria de una tienda, esta chica trabajaba seis días a la semana, sin excepción, así que el único día disponible para hacer recados, compras para la familia y completar las tareas del hogar, era el domingo. “No”, insistía, “Dios proveerá. Es como si multiplicara tu tiempo cuando Le concedes el control de todo. Es una postura poco popular y no espero que la gente lo entienda, pero respetar el Día del Señor ha sido lo mejor que he hecho nunca por mi familia”.

Poco después de adoptar la práctica de dedicar el domingo sólo a tiempo de ocio y familiar, me explicaba, se encontró con el dilema de tener que comprar en el último minuto una corbata de un tono concreto de morado para su hijo, para una boda cercana. A sabiendas de que no podía contar con el domingo para completar la tarea, empezó a inquietarse por la imposibilidad que se había presentado.

Entonces, como únicamente la Providencia podía haber dispuesto, al parar en Wal-Mart para comprar algo de leche después de un partido de baloncesto esa misma semana, algo morado llamó su atención. Era una corbata, exactamente del color que necesitaban y, para redondear el asunto, estaba en la cesta de ofertas a tres dólares. El primer milagro dominical.

Y aquí no quedó la cosa. La mujer siguió contándome historia tras historia cómo Dios la había bendecido para que pudiera cumplir con Su mandamiento. Un domingo se sorprendió sin comida en la casa para la cena, y entonces un amigo o vecino llamó a la puerta, por sorpresa, con comida para todos. Innumerables veces se apartaron del camino obstáculos grandes y pequeños para que pudieran pasar el día en familia.

Cuando volví a casa de este viaje e, irremediablemente, llegó el domingo, las palabras de esta mujer seguían resonando en mi cabeza. Sin duda su inteligencia y entusiasmo habían dejado poso en mí. Reflexioné sobre mis hábitos de domingo. Por supuesto, iba a misa, pero el día en general es un borrón de actividad. Normalmente voy a todo gas limpiando, cocinando, preparando la semana, limpiando, haciendo la compra, limpiando (¿ya he mencionado la limpieza?), hasta aterrizar en la cama la noche del domingo, agotada y temiendo el inicio de una nueva semana.

No daba crédito ante mi falta de consideración por el Día del Señor en el domingo, así que decidí que tenía que aprender más sobre ello. Estaba segurísima de que, de entre todos los mandamientos, este era el único sobre el que nunca había reflexionado, el único que no había sido un tema regular de confesión.

El Catecismo validó todo lo que había escuchado y rápidamente defendió a mi madre por todo el desconsuelo dominical que nos había causado. El Catecismo es muy claro. Como el agua, de hecho: “Durante el domingo y las otras fiestas de precepto, los fieles se abstendrán de entregarse a trabajos o actividades que impidan el culto debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de las obras de misericordia, el descanso necesario del espíritu y del cuerpo” (N.º 2185). Y aún más: “El domingo es un tiempo de reflexión, de silencio, de cultura y de meditación, que favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana (N.º 2186).

Bueno, no tengo muy claro cómo voy a aplicarlo a mi vida, pero me he comprometido a hacerlo. Con un trabajo de jornada completa y cuatro hijos pequeños, no hay duda de que hará falta planificación y previsión. Pero lo dejaré en manos del Señor y confiaré en que Él proveerá. Quizás al ofrecerle a Él mis domingos, tal vez la llegada del lunes sea más agradable.

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