Cuando quito a Dios del centro, porque el centro es mi dolorLos resentimientos y los recuerdos pesan en el alma y me llenan de tristeza.
Decía Miriam Subirana: “El problema no es tanto lo que el agresor hizo, sino toda la interpretación y la historia que nos hemos ido contando desde que ocurrieron los hechos. Para salir de este estado, debemos impedir que nuestros recuerdos nos invadan. Debemos ponerlos en su sitio: en el pasado. El pasado ya se fue y ahora lo que tiene es este momento presente. No lo pierda alimentando sus resentimientos de lo que habría podido ser y no fue o de lo que fue y no tendría que haber sido”.
El resentimiento abre la herida de lo que pasó. Interpreta, analiza y me ata. Vivo preso de ese recuerdo. Me tiene atado al pasado. Ya no puedo cambiar nada y me sigue pesando. Tiene un poder sobre mí que me limita y no me deja crecer. Vuelvo a sentirlo.
El daño está en el hoy por mi culpa, porque yo lo revivo. Le doy vueltas a lo ocurrido. Me centro en mi herida. ¡Cuánta energía me quita todo eso para vivir el hoy! Me siento impotente.
Tendría que haber dicho y hecho algo distinto. Le doy poder a esa persona o a esa situación sobre mí. Por tanto, me quita libertad, me esclaviza. Estoy atado a eso que me dañó. Siento rabia y rencor. Me separo de Dios porque pongo tan en el centro eso que pasó que Dios se desplaza.
Cuando estoy con ira me alejo de Dios. Pienso que es imperdonable lo que me ha pasado. El otro no se merece mi perdón. De alguna manera estoy diciendo entonces que Dios sólo me perdona cuando me lo merezco.
Con el tiempo a veces agrando la ofensa. La hago más grande reviviéndola con mi mente y mi corazón. No puedo ver la verdad y mi responsabilidad en lo que pasó, estoy cegado.
El resentimiento tiene que ver con la mentira. El perdón con la verdad. Tomo el papel de víctima y así siento que yo estoy bien y el otro mal. Quito a Dios del centro porque el centro es mi dolor.
Cuando he desvirtuado la verdad ya no es el hecho lo que cuenta sino la interpretación que yo he hecho del mismo. Me hiere lo que yo pienso. Todo lo veo desde mí. Se abre la herida una y otra vez al recordar. Me domina. Me angustia. Culpo al otro de mi infelicidad, de lo que me va mal.
El rencor siempre me ata. Cuando estoy resentido no puedo mirar a los ojos al otro, todos lo hemos sentido alguna vez. Es un tapón que no me deja amar y ser feliz, no me deja recibir amor.
Sólo el perdón me puede liberar.
Perdonar es dejar que lo que pasó ya no tenga poder sobre mí. El hecho ocupa su lugar en el pasado. Pero no el lugar más importante. Calmo el recuerdo. Si no perdono por amor, perdonaré por egoísmo. Porque sin perdón no puedo ser feliz.
Por eso es tan necesario aprender a perdonar las ofensas sufridas en la vida.
¿Y cómo perdono?
Perdonar no es decir que está bien lo que hizo el otro. Es necesario reconocer mi dolor, el daño que me han hecho. Tengo que mirarme con honestidad y decir en alto que estoy herido. Eso ya es sanador.
Reconozco mi inmadurez, acepto mis sentimientos que no son puros. Siento rabia, y la rabia me hace querer menos al que me ha hecho daño. El amor al que me hiere disminuye. Tengo que aceptarlo.
Por eso, para poder perdonar, tengo que reconocer primero que tengo motivos para estar mal, enfadado y triste. Tengo motivos para perdonar.
Tampoco le digo: “Te perdono pero no lo vuelvas a hacer”. Mi perdón no está condicionado a su actitud a partir de ahora. Tendré que volverle a perdonar si vuelve a hacerlo. Le perdono sin condiciones.
Cuando no se trata de mi cónyuge, cuando es otra persona la que me ha herido, alguien no muy cercano, al perdonarle no tengo que hacerme su amigo. El perdón entonces me ayuda a rezar por él, a mirarle con misericordia.
Al mismo tiempo, cuando me piden perdón, no tengo que hacer como que todo está bien. Aceptar que me pidan perdón no es negar la verdad. Ni mi rabia. Ni mi dolor. Asumo que estoy herido y perdono.
Pero no perdono por lástima. Tampoco justifico al que me ha herido. Es un perdón de igual a igual. Él lo ha hecho mal y yo le perdono. Le perdono sin lástima. A lo mejor yo hubiera hecho lo mismo en su lugar. No caigo en el paternalismo, no me creo superior. No se lo voy a seguir recordando una y otra vez.
Muchas veces no podré perdonar desde la comprensión, porque no puedo comprenderlo y el dolor es muy grande en mi corazón. Me puede parecer un perdón imperdonable. Tengo que perdonar entonces con independencia de lo que pienso y siento. Por encima de lo que creo que el otro hizo.
Los efectos del perdón son sanadores. Repara el corazón roto. Libera el corazón atrapado. Me libero del poder que esa situación tiene sobre mí. Pongo de nuevo a Dios en el centro.
Decía Nelson Mandela: “Si yo no hubiera perdonado a los que me encarcelaron, me seguirían controlando, seguiría siendo preso”. El perdón me libera. Deja de tener poder sobre mí el que me ha hecho daño. Es liberador el perdón y fuente de alegría.
La falta de perdón me amarga y las personas amargadas envejecen antes. El perdonar es una manera de empezar a vivir de nuevo. Si perdono logro mirar con inocencia al otro, la misma vida. Soy libre para vivir el hoy. Desato los nudos que me atan al que me hizo daño, al pasado.
Lo que hago al perdonar es dejar de ser el juez y la víctima. Puedo ver la vida como es, con paz, no desde mi ofensa, no desde mi herida. La única forma de cerrar esa herida que siempre es de amor es perdonar. Todos lo necesitamos.
No es propio de nuestra naturaleza perdonar, no es un instinto natural. El perdón nos es dado por Dios. Es una gracia. Hay un dicho: “Si quieres ser feliz un minuto, véngate. Si quieres ser feliz toda la vida, perdona”.
El perdón me da una mirada más pura sobre la vida. Una mirada nueva. Tengo que perdonar siempre, por mi bien. Perdonar siempre a la misma persona y por lo mismo. Así suele ser en el matrimonio. Con los hijos. Es lo que me pide Jesús. Hasta setenta veces siete.
Que no pase un día con ira en el corazón. Es un ideal, un camino largo que merece la pena.