Si bien hay algo reconfortante –místico, si se quiere– en la paranoia, también está la antiparanoia, en la que nada está conectado a nada, una condición que pocos podemos soportar durante demasiado tiempo – Thomas PynchonEntre aquellos a quienes considero artistas, siempre he trazado una línea para separar a los que comparten el producto de un conocimiento adquirido y destilado a lo largo de los años, y a los que sólo son capaces de transmitir el camino que les estaba llevando hacia ese conocimiento pero no supieron llegar al final y en algún punto del trayecto -y por razones casi siempre misteriosas- se extraviaron, tomaron un desvío o simplemente abandonaron sus propósitos.
Aunque los primeros me producen admiración y respeto, son los segundos a los que suelo prestar más atención no sólo porque me conmueven sino también porque me mueven. Félix Grande lo explicaba muy bien en una conferencia a la que asistí en Mérida hace ya un tiempo, cuando dijo que la historia de la literatura es una gran guerra donde hay mariscales de campo y capitanes sin cuyas órdenes la victoria final sería casi imposible, y donde sin embargo sería inmoral olvidar a los soldados y su sangre derramada para que alguien condecore luego a quienes los dirigieron en el campo de batalla.
La cineasta estadounidense Kelly Reichardt podría considerarse una soldado, que con más de 50 años aún vive un poco en todas partes, durmiendo en sofás y colchones inflables en casas de amigos o conocidos mientras hace localizaciones para sus películas, con la minuciosa mirada de paisajistas como James Benning y la irreductible paciencia de cronistas como Frederick Wiseman.
Con cada obra suya, de hecho, ha intentado ampliar su mapa y nuestro mapa de Estados Unidos, en busca de un punto intermedio entre la autobiografía y la política de los géneros, que ella siempre ha conseguido trascender, tan reacia a la mitificación como a la desmitificación, al cine de ficción y al documental, por si más allá de esos corsés o de cualquier otro corsé formalista se puede fundar una concepción de la imagen en la que ésta tenga cierta autonomía y un cineasta se convierta en su testigo, observándola sin poder detenerla. Ella misma se define como alguien que ve a gente de paso, sobre la cual se llega a saber poco de su pasado y cuyo futuro sólo se puede especular.
River of Grass (1994), su ópera prima, la rodó en zonas de Florida donde creció y de donde dos fuera de la ley (Lisa Bowman y Larry Fessenden) huyen, en “una road movie sin carretera, una historia de amor sin amor y una historia sobre un crimen sin crimen”, tal como ella misma la describió, quizás para proporcionar preguntas a un tipo de películas que siempre ha pretendido explicarnos por qué nos movemos y hacia dónde vamos. Old Joy (2004), Wendy and Lucy (2008), Meek’s Cutoff (2010) y Night Moves (2013) han mantenido esa especie de desorientación, a través de relaciones imposibles entre varios personajes, propósitos cada vez más siniestros y violentos, y resultados siempre impredecibles.
Todas esas constantes se diluyen si uno presta atención a los paisajes, alejados unos de otros, a diferencia de los que uno encuentra en la obra de Jeff Nichols, Roberto Minervini o Azazel Jacobs, directores más sedentarios. Reichardt, en ese sentido, puede considerarse una nómada sin el cosmopolitismo ni el glamour de Jim Jarmusch, más cercana al trabajo de algunos fotógrafos que al de cualquier otro cineasta, y muy influida por el extraordinario escritor Jonathan Raymond, con quien ha coescrito la mayor parte de sus guiones.
Digamos que por una cuestión proyectiva y porque he vivido muchos años en diferentes partes de Estados Unidos, he desarrollado una peculiar sensibilidad que me permite -acaso erróneamente- explicar las diferencias entre los estadounidenses a partir de los diferentes paisajes donde viven. Así, ahora que vivo en Virginia Occidental entiendo por qué aquí la gente muestra sumisión hacia la religión y pese a ello no actúa de manera fundamentalista, o por qué los desastrosos efectos de los cierres de minas, fábricas, empresas y pequeños comercios no han producido una mayor conciencia política, pese a haber esparcido por el Estado un buen numero de pueblos fantasma donde a ciertas horas es difícil ver a alguien por las calles.
La naturaleza salvaje que nos rodea, con temperaturas extremas en verano e invierno, ha sellado muy pronto las heridas provocadas por las minas y los vertidos contaminantes de las industrias químicas, devolviendo el paisaje allí donde estaba hace cien años, con comunidades endogámicas en mitad de los bosques y los restos de la sociedad postindustrial, reticentes a compartir intereses, leyes o estructuras comunes, cada uno oculto en sus contradicciones, entre la espesura o los cantos de alguna congregación, la que sea.
Ambos grupos, no obstante, se conforman con haber recuperado el esplendor primigenio de este pequeño paraíso, reacios a seguir creyendo en las promesas de la modernidad y conformes con mantener cuanto les queda con una actitud profundamente conservadora. Ya nadie cree en nada salvo en los restos del naufragio.
Cuento todo esto al recordar el profundo impacto que tuvo en mí la obra del fotógrafo Robert Adams cuando vi una retrospectiva suya en el Museo Reina Sofía en 2013, titulada El lugar donde vivimos. Lo cuento porque no fueron sus imágenes más icónicas las que me llamaron la atención sino sus bosques talados y sus carreteras secundarias en Oregón, impregnados por una tristeza no demasiado alejada de la indignación, y porque es allí donde Kelly Reichardt coloca a los personajes de Night Moves, tres ecoactivistas que están a puntos de convertirse en ecoterroristas y asesinos.
Josh (Jesse Eisenberg) trabaja en una granja ecológica pero quiere hacer algo que haga pensar a la gente; Dena (Dakota Fanning) trabaja en un spa, viene de una familia adinerada y seguramente quiere deshacerse de su pasado con un acto radical (sin saber cuáles puedan ser las consecuencias); y Harmon (Peter Sarsgaard) es un ex militar que parece conocer mejor los medios que los fines para dinamitar una presa.
De los tres, Josh da la sensación de ser el más descolgado del grupo y es en quien la cámara fija su atención la mayor parte del tiempo. No tiene ordenador, apenas usa su teléfono móvil y casi no se comunica con los demás miembros de la granja comunitaria en la que trabaja. Su delicadeza al devolver un nido a un árbol queda contrapunteada con su impaciencia al cerrar una puerta; su actitud atenta mientras escucha a la directora de un documental comprometido con el medio ambiente se contrasta con su brusquedad al pedirle a Dena que no interrumpa sus conversaciones con Harmon; su preocupación ante la posibilidad de que alguien muera a causa de la destrucción de la presa se contrapone a su frialdad ante los efectos colaterales de sus actos…
Buenos días, noche (Buongiorno, notte, 2003) narra el secuestro de Aldo Moro (Roberto Herlitzka) por parte de un comando de las Brigadas Rojas, compuesto por una mujer (Maya Sansa) y tres hombres (Luigi Lo Cascio, Giovanni Calcagno y Pier Giorgio Bellocchio). Los cuatro son jóvenes de ideas extremas, que desean provocar una revolución proletaria. Pero ninguno entiende que, después de anunciarse el secuestro, no suceda nada. “¿Por qué no se rebelan?”, se preguntan todos al comprobar en la televisión la repulsa de los italianos.
En adelante, y hasta la ejecución de Aldo Moro, sólo la joven sale del apartamento donde se esconden los terroristas. Eso le proporciona una perspectiva distinta de la realidad y la hace dudar sobre la decisión final de matar al secuestrado. Marco Bellocchio no parecía interesado en contextualizar la situación que se mostraba en Buenos días, noche. Prefirió abstraerse, concentrándose en la atmósfera claustrofóbica en el piso, como si en realidad cualquier forma de terrorismo pudiera adecuarse a una imagen parecida y como si ciertas ideologías se formasen como lo hace la de los protagonistas de la película, a quienes sólo se ve delante del televisor, siguiendo programas de Raffaella Carrá o haciendo peregrinas argumentaciones, sin que en ningún momento duden de sus ideas o de sus objetivos. Al final, el absurdo asesinato de Aldo Moro parece una pulsión provocada por una misteriosa fuerza que, a medio camino entre Sigmund Freud y Karl Marx, quiere recordar la necesidad que tiene todo hijo de matar a su padre.
Kelly Reichardt en Night Moves es mucho más sutil y se abstiene de someter a sus personajes a signos para ser diseccionados en una clase de semiótica o en una crítica psicologicista, sobre buenos o malos, conforme con recordarnos que el paisaje en el que se mueven nuestras vidas es la mayor parte de las veces lo que determina primero nuestras actitudes y luego nuestros actos, dejándonos casi siempre en mitad de ninguna parte, con la sensación de haber encarnado la maldición que Nicholas Ray proyectó sobre el siglo XX y, por extensión, el siglo XXI al decir que “nunca volveremos a casa”.