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¿Cuál es el antídoto contra el orgullo?

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Como si fuera Napoléon. Ridículo, ¿verdad? Pues así es el orgulloso.

Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/08/16

Cuánto empobrece la convivencia el afán de quedar por encima...

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El orgullo es el peor enemigo en la convivencia. Competimos. Luchamos. Muchas peleas surgen en la vida familiar por querer tener razón en todo. ¡Cuántas veces me apasiono queriendo tener razón!

El orgullo me hace creer que poseo la verdad. Busco razones para que mi postura se imponga y pueda yo salir victorioso.

Incluso cuando me equivoco en algo encuentro razones que atenúan mi fallo. Siempre la razón que avala mi vida. Tal vez no es lo más importante. Pero yo quiero tener razón siempre. No quiero perder nunca.

Dios me recuerda hoy su amor: “Si conocieras cuánto te amo”. Es la frase que me gustaría decirle yo a la persona a la que amo. Mucho más que decirle, como tantas veces hago: “Mira, al final tenía yo razón”. Se lo digo a mi cónyuge, a mis padres, a mis hermanos, a mis hijos, a mis amigos.

Me gusta tener razón, lo reconozco. Vencer en las discusiones. Quedar por encima. Me gusta que reconozcan que yo llevaba razón. En las discusiones no me gusta perder. Que me pidan perdón cuando me hacen daño. Que me alaben cuando venzo. No quiero quedar como ignorante, como torpe, como débil. Quiero que la razón se quede conmigo.

Lo malo es que esa actitud me aleja de los demás. Lucho en ese deseo por tener razón. Y mi orgullo es tan fuerte que hasta me cuesta aceptar a los demás y sus posturas. Me cuesta aceptar las críticas. Siempre tengo razón, incluso cuando me equivoco.

Lo puedo llegar a medir todo desde mi postura. Pienso que mi juicio es el que vale. Muchas veces ese mismo orgullo de creerme con razón no me deja perdonar al que me ha hecho daño. No doy mi brazo a torcer, no cedo.

Puedo llegar a hacer mucho daño. Y, cuando me hacen daño a mí, me cuesta perdonar por mi orgullo herido. Es como si al perdonar yo lo que me han hecho, los demás llegaran a pensar que yo no tenía razón. O que no era tan importante el tema.

O simplemente no quiero perdonar porque no me han pedido perdón. Y eso es tan ofensivo como la misma ofensa. Porque quiere decir que la otra persona no cree haberme hecho daño, no cree haberse equivocado, no reconoce su culpa.

Y yo necesito quedar por encima del otro. Sentir que me deben algo, que han obrado mal. Para que aprendan, para que rectifiquen. Tal vez prefiero tener razón a recibir amor. Prefiero tener razón a amar sin condiciones. No lo sé.

La consecuencia derivada de mi orgullo es que no quiero perdonar y me encierro en mi torre. De esta forma guardo rencor y no soy capaz de quitármelo porque perdonar supone quitarle importancia a la ofensa recibida. Como si no hubiera pasado nada. Como si todo diera igual, y no es lo mismo.

Es mi orgullo el que quiere que la persona que me ha hecho daño lo reconozca, me pida perdón, se humille ante mí, se arrastre por la vida suplicando misericordia. Tal vez entonces yo quede por encima y la perdone. O tal vez no. Quiero que diga que yo tengo razón. En alto, para que todos lo oigan. Una, mil veces.

El orgullo es lo que me impide con mayor frecuencia perdonar al que me hace daño. Yo tengo razón, pienso en mi corazón. Y no quiero perdonar. Y para dejar claro que tengo razón no me vale perdonar como si no hubiera pasado nada.

¡Cuánto daño me hace el orgullo! ¡Cuánto llena mi corazón ese sentimiento de orgullo de quedar por encima del otro!

Me hace falta mirar la vida desde mi pobreza, con humildad. Ahí ya no tengo derechos. El orgullo no cuenta. Todos fallamos. El otro. Yo. Yo no soy perfecto, somos humanos, de barro.

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