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El profesor de violín: Música para amansar favelas

Tonio L. Alarcón - publicado el 15/08/16

Reconstruye un hecho real a partir de las estructuras del drama de estudiantes conflictivos, pero sin aportar nada demasiado estimulante

El esquema argumental del profesor de métodos diferentes que se gana la confianza de un grupo de alumnos conflictivos –y, en algunos casos, les empuja a llevar a cabo algún tipo de hazaña intelectual y/o creativa– se ha (re)utilizado en innumerables ocasiones desde que Richard Brooks pusiera la primera piedra con su seminal Semilla de maldad.

Que, a día de hoy, siga funcionando responde a que, como (antiguos) alumnos, nos gustaría haber encontrado algún docente capaz de estimularnos y animarnos a aprender –y no a meternos entre pecho y espalda todo lo que marca el sistema educativo vigente–; y a que, como adultos, nos tranquiliza la idea de que un miembro del profesorado sea capaz de lidiar con una etapa vital que nos incomoda tanto –por hormonal y por sentimentalmente caótica– como la adolescencia.

De ahí que, de forma consciente o no, el escritor y empresario multimillonario Antønio Ermírio de Moraes aplicara dicha estructura a rajatabla sobre su obra teatral Acorda Brasil!, en la que quiso adaptar, eso sí, muy libremente, la historia del director de orquesta Silvio Bacarelli y su compromiso social con el barrio de Vila Heliópolis –situado en el sudoeste de São Paulo–.

Por eso, pese a sus buenas intenciones, lo que firmó se asemejaba mucho, quizás demasiado, a una relectura de Los chicos del coro –o bien de su versión original, La cage aux rossignols de Jean Dréville– ambientada en las favelas brasileñas.

Frente a las flaquezas de dicho material de base, en el que se ha inspirado para elaborar El profesor de violín, Sérgio Machado ha querido bajar la historia a ras de suelo, darle un baño de realidad, fijándose para ello en una referencia como La clase, de Laurent Cantet. De ahí que, mano a mano con su director de fotografía, Marcelo Durst, haya planteado una película llena de encuadres de aspecto crudo, algo granulado, con una iluminación naturalista –y en las escenas nocturnas, muy oscura–, que pretende transmitir una sensación de proximidad, de hiperrealismo, a lo que está narrando.

Es cierto que, sobre todo al principio, el largometraje se esfuerza por distanciarse de los lugares comunes, por matizar el dibujo de los personajes –sorprende, sin ir más lejos, lo desagradable que resulta su protagonista, el frustrado violinista Laerte (Lázaro Ramos)– y, en general, añadirle algo de densidad al conjunto.

Sin embargo, a diferencia de la obra de Cantet, Machado no busca el naturalismo, ni jugar con los límites de lo documental –su retrato de la conflictividad de las favelas juega, de hecho, con lo prototípico–, sino que su intención es, desde el primer momento, trazar unos arcos dramáticos muy concretos (y muy previsibles) para sus personajes principales… Y no duda en recurrir a mecanismos narrativos de tremenda tosquedad para completarlos.

Lo más interesante de El profesor de violín está, de hecho, en los momentos en los que la película explora –eso sí, sin mucho ahínco: Machado no parece darse cuenta, o al menos no le importa demasiado, del potencial de ese aspecto del proyecto– el proceso a través del cual Laerte va moldeando a sus alumnos hasta convertirlos, lección a lección, clase a clase, en una orquesta con un sonido armónico.

Y es que el largometraje remonta el vuelo, y encuentra, aunque sea brevemente, un atisbo de personalidad, cuando gira alrededor de la música y la relación de sus personajes con ella: por desgracia, el director insiste en bajar continuamente al fango del melodrama con tintes sociales, incapaz de alejarse de la sombra de la obra teatral de De Moraes.

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