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Fue fusilado, murió, pero Dios le devolvió la vida por mediación de padre Pío

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Religión en Libertad - publicado el 12/08/16

El testimonio acreditado sobre el milagro de Jean Derobert se aportó con vistas a la canonización del padre Pío.

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Patrick Theillier, médico responsable del Departamento de Constataciones Médicas del Santuario de Lourdes de 1998 a 2009, publica en Experiencias cercanas a la muerte (Palabra) una carta escrita por el sacerdote francés Jean Derobert donde habla de su experiencia cercana a la muerte tras el fusilamiento que sufrió durante la guerra de Argelia en 1958 y el milagro sucedido después mediante la intercesión del padre Pío.

Se trata del testimonio acreditado que el sacerdote aportó con vistas a la canonización del padre Pío y que se reproduce íntegro a continuación.

Oda a la misericordia de Dios

Querido padre:

Me habéis solicitado un resumen por escrito de la evidente protección de la que fui objeto en agosto de 1958, durante la guerra de Argelia.

En aquel momento formaba parte de los servicios sanitarios del ejército. Había observado que, en los momentos importantes de mi vida, el padre Pío, que me había tomado como su hijo espiritual desde 1955, me hacía llegar una carta en la que me prometía su oración y apoyo. Lo hizo antes de mi examen en la Universidad Gregoriana de Roma, y lo volvió a hacer en el momento en que tuve que unirme a los combatientes de Argelia.

Una noche, un comando del FLN (Frente de Liberación Nacional argelino) atacó nuestro pueblo y rápidamente fui arrestado. Me llevaron a una puerta junto a otros cinco militares y allí nos fusilaron. Recuerdo que no pensé ni en mi padre ni en mi madre, a pesar de ser hijo único, sino que sólo experimenté una gran alegría puesto que “me disponía a ver lo que hay al otro lado”. Aquella misma mañana había recibido una carta del padre Pío con dos líneas manuscritas que decían: “La vida es una lucha, pero conduce a la luz” (subrayado dos o tres veces).

Inmediatamente experimenté la descorporeización. Vi mi cuerpo a mi lado, que yacía, cubierto de sangre, entre mis camaradas asesinados. Y empecé una curiosa ascensión por una especie de túnel.

 De la nube que me rodeaba surgían rostros conocidos y desconocidos. Al principio aquellos rostros eran sombras; se trataban de personas poco recomendables, pecadores poco virtuosos. A medida que ascendía, los rostros con los que me encontraba eran cada vez menos luminosos.

Me sorprendía el hecho de poder caminar. Me dije que estaba fuera del tiempo y que por tanto había resucitado. Me sorprendía poder ver todo lo que me rodeaba sin tener que mover la cabeza. Me sorprendía sentir el dolor de las heridas producidas por las balas de los fusiles. Y comprendí que habían penetrado en mi cuerpo tan deprisa que no pude sentirlas.

De pronto, mis pensamientos se dirigieron a mis padres. Inmediatamente me encontré en mi casa, en Annecy, en la habitación de mis padres, a los que contemplé mientras dormían. Intenté hablarles, pero sin éxito. Recorrí el apartamento y advertí que un mueble había sido cambiado de sitio. Unos días después escribí a mi madre y le pregunté por qué había cambiado aquel mueble. Ella me contestó por carta: “¿Cómo lo sabes?”.

Pensé en el Papa Pío XII, al que conocía bien (estudié en Roma) y, de pronto, me encontré en su habitación. Acababa de acostarse. Hablamos intercambiando pensamientos, pues era un hombre muy espiritual. Continué mi ascensión hasta que me encontré en medio de un paisaje maravilloso, envuelto en una luz dulce y azulada. Sin embargo, no había sol, «porque el Señor los alumbrará”, como dice el Apocalipsis.

Vi a miles de personas, todas de unos treinta años, pero me encontré con algunas a las que había conocido cuando estaban vivas. Una había muerto con ochenta años y parecía tener treinta, otra había muerto con dos años y todas tenían la misma edad.

Dejé aquel “paraíso” repleto de flores extraordinarias y desconocidas en la tierra. Y ascendí aun más. Allí perdí mi naturaleza humana y me convertí en una “gota de luz”.

Vi a muchas otras “gotas de luz” y supe que una era San Pedro, otra Pablo, otra Juan, o un apóstol, o un santo.

Después vi a María, maravillosamente bella con su manto de luz, que me recibió con una sonrisa indecible. Detrás de ella estaba Jesús, maravillosamente bello, y detrás, una zona de luz que supe que era el Padre, y en la que me sumergí.

Allí sentí la satisfacción total de todos mis deseos. Conocí la dicha perfecta.

Y bruscamente me encontré en la tierra, con el rostro en el polvo, entre los cuerpos cubiertos de sangre de mis camaradas.

Advertí que la puerta ante la que me encontraba estaba acribillada de balas, las balas que me habían atravesado el cuerpo, que mis ropas estaban agujereadas y cubiertas de sangre, que mi pecho y mi espalda estaban manchados de sangre prácticamente seca y ligeramente viscosa. Pero que estaba intacto. Fui a ver al comandante con aquella pinta. Él se acercó a mí y gritó: “¡Milagro!”.

Sin duda, esta experiencia me marcó mucho. Más tarde, cuando, liberado del ejército, fui a visitar al padre Pío, este me divisó desde lejos en la sala de San Francisco. Me hizo un gesto para que acercara y me ofreció, como siempre, una pequeña muestra de cariño.

A continuación me dijo estas sencillas palabras: “¡Ay! ¡Cuánto me has hecho pasar! ¡Pero lo que viste fue muy bello!”. Y ahí se acabó su explicación.

Ahora puede entenderse por qué no tengo miedo a la muerte… Porque sé lo que hay al otro lado.


(Jean Derobert fue hijo espiritual del padre Pío. Falleció en el año 2013 y escribió un libro sobre la vida de este santo titulado Padre Pío, transparente de Dios. El padre Pío fue canonizado en 2002 por el Papa Juan Pablo II con el nombre de San Pío de Pietrelcina)

Artículo originalmente publicado por Religión en Libertad

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