La comunión de la juventud en Polonia y los musulmanes en solidaridad con los católicos en Francia nos da un destello de lo que está reservado para nosotros
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“El fin de todas las cosas se acerca” (1 Pedro 4:7)
Las noticias de estos días parecen seguir el ritmo del Libro del Apocalipsis, con grandes estallidos de violencia contra individuos y grupos agitando el suelo bajo nuestros pies. El día después de que el sacerdote Jacques Hamel fuera asesinado ante un altar en Saint-Etienne-du-Rouvray, Elizabeth Scalia mantenía un tono apocalíptico con su visión en la muerte del cura del “principio del fin de la predominancia del mundo de nuestra consciencia, y también el fin de Daesh. Creo que señala la certeza de la derrota final del mal”.
Tal vez muchos se sentirían incómodos declarando con certeza en cualquier momento el fin de los tiempos, aunque debo admitir que las palabras de Scalia motivaron en mí una reflexión más profunda sobre el sorprendente significado de la violencia de Daesh en su golpe sobre el altar del sacrificio del Señor.
He crecido en mi convicción de que “el fin de todas las cosas se acerca” (1 Pedro 4:7), no tanto a causa de la violencia, sino debido a las imágenes de belleza que han florecido este final de julio: cientos de miles de jóvenes venidos de todo el mundo se reúnen en Polonia en actitud de paz y oración, mientras que musulmanes al otro lado del continente, en Francia, se unían en paz y solidaridad a misas católicas.
Son imágenes del mismo final del fin de los tiempos, pues son imágenes de esperanza. Con estos dos acontecimientos estamos, de hecho, siguiendo el ritmo del Libro del Apocalipsis, en el que una gran turbulencia cede ante la eterna paz de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21,1). Tendemos a anclar nuestra imaginación en los primeros veinte capítulos de ese libro apocalíptico sin reconocer como de verdad merece su verdadero sentido, la venida del Reino de Dios, tan bueno, tan completo, tan entregado a nuestra dicha que el Señor decreta que en él “nunca entrará nada impuro” (Ap 2,:27). Somos tan dados a narrativas de lucha entre el bien y el mal que olvidamos fácilmente que hay una única narrativa a fin de cuentas: la narrativa de la paz sin fin.
Como señal de esos bienaventurados tiempos recibimos estas dos imágenes la pasada semana. En Polonia, nuestros jóvenes nos mostraron que, a pesar del sentimiento dominante en las noticias diarias, su mayor deseo en realidad es el de vivir en armonía. Hicieron presente el final de nuestra historia en mitad de una creciente inestabilidad y nos enseñaron los frutos de la incuestionable fe que tenemos en Cristo. John Allen, de Crux, capturaba más acertadamente el drama cuando escribía:
“Mientras el [autodenominado] Estado Islámico y otras organizaciones terroristas son capaces de reclutar pequeños números de jóvenes para unirse a sus campañas de la muerte, cientos de miles de jóvenes católicos de todo el planeta se reunieron en las calles de una de las principales ciudades europeas esta semana y no dejaron destrucción a su paso, sino imágenes inmortales de amistad y fraternidad”.
En Francia, musulmanes se unieron a sus hermanos católicos durante la misa, en una imagen única y asombrosa de amistad y fraternidad. Este extraordinario acto de caridad es a la vez la respuesta y el fin contra la violencia que perpetraron aquellos jóvenes corruptos, que tan falsamente decían representar la fe islámica, en aquel mismo altar varios días antes.
A partir de la sangre de aquel único mártir se nos ofreció una imagen definitiva de paz. Cristianos y musulmanes se unieron alrededor del sacrificio del altar, una señal inequívoca del tiempo en que “el Cordero, que está en medio del trono, será su pastor y los guiará a manantiales de aguas de vida, y Dios secará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7,17).
La presencia de musulmanes sentados en las bancas de la iglesia no fue coaccionada, no fueron forzados a unirse al sacrificio de la misa; pero sí fueron obligados por la fuerza del amor que manaba de su interior. Se encontraron con sus vecinos cristianos para saludarse “unos a otros con un beso de amor” (1 Pedro 5,14). Sólo dos días antes, los obispos franceses hacían un llamamiento a un día de ayuno por el asesinato del padre Hamel, y Dios respondió a esa oración con este regalo.
Todo cristiano está destinado a creer que Jesucristo es el Salvador de todo y todos, y aquí, en estas parroquias francesas, se hizo presente el don de la unidad que promete Cristo, aunque fuera por una sola vez. Me atrevo a decir que no hubiéramos podido imaginar semejante belleza en otras circunstancias.
En Polonia y Francia hemos sido testigos de imágenes del fin de los tiempos asaltando nuestro tiempo, y estas imágenes eran tan brillantes y claras como la Adoración del Cordero Místico en el altar de Gante. Al igual que en esta obra de arte, esas otras obras de arte demostraron que el pueblo sale a raudales desde todos los rincones del mundo para reunirse en torno al Cordero que fue asesinado en aquel altar y que alimenta desde ese mismo altar.
El mismo altar donde el padre Hamel ofrecía el sacrificio del Señor diariamente con pan y con vino, hasta su último día, cuando ofreció su propia carne y su propia sangre. En ese mismo altar ha irrumpido la verdadera narrativa de la Ciudad de Dios que desciende de los cielos y “su brillo era como el de una piedra preciosa, como un diamante, transparente como el cristal” (Ap 21,11). Es el altar de nuestro fin, un fin en la Gloria, un fin que es una paz que no podemos imaginar totalmente, pero que es la culminación de todas nuestras esperanzas.
Ven, Señor Jesús.