Si tiendes a la autocrítica, es útil ver la diferencia
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Amo la costumbre de persignarse cuando paso delante de una iglesia. En un modo sencillo pero bellísimo de saludar al Señor y reconducir mi día hacia Él y a su Paz. Pero poco menos de una semana después de haber iniciado esa práctica me encontré atrapada. Tendría que haberlo imaginado, sé perfectamente que mi temperamento se inclina al escrúpulo.
“Eh, mira, hay una iglesia. Pero es copta. ¿Hay una verdadera presencia? Mejor si me persigno, para no arriesgar. Pero ¿y si Cristo no está ahí?”. ¡Ups! Ya me he persignado demasiado rápido. No me he callado ante el edificio. Mejor si lo vuelvo a hacer. Mejor dos veces que ninguna”. “¡Diantres, estoy haciendo el signo de la cruz con la derecha pero tengo un café en la izquierda y no llego a alcanzar el portabebidas. Es imposible que lo haga correctamente”. Por favor, no perdáis el tiempo ni las ganas de comentar para corregirme. Sé bien cómo funciona esto. Pero saberlo no ayuda.
Últimamente, leyendo el libro de Brene Brown “Osar a lo grande”, he aprendido que acabado con una gran parte de la confusión de mi cabeza y ha clarificado un concepto importante. Estoy hablando entre la diferencia entre vergüenza y culpa. Y se ha manifestado como un arma muy útil.
La culpa dice: “Has hecho algo mal. Deberías haber hecho eso y no aquello”. Me motiva el cambio y, si bien, fastidia un poco, lleva hacia la humildad y una condición sine qua non hacia el arrepentimiento. Pero la vergüenza nada tiene que ver con la culpa.
La vergüenza dice: “Eres mala. La vergüenza quiere convencernos que el error es más profundo del acción, va directo al corazón de lo que somos. No provoca el cambio ¿cómo puedes cambiar tu naturaleza? No facilita acciones justas, porque la idea de corregirte a ti mismo en todo y por todo es tan descorazonadora que te lleva rápidamente a la desesperación.
Un pensamiento escrupuloso no se basa en la razón, luego no puede ser contrarrestado con la lógica. Pero el rechazo de enfrentar el escrúpulo solo lo hace más fuerte, luego no es el camino adecuado. Aquí es donde la distinción entre vergüenza y culpa entra en juego.
Desde fuera, parece que los escrúpulos usen el sentimiento de culpa para alimentarse. Por lo demás todas las autocríticas ligadas a mi pequeño ejemplo estaban relacionadas con si mi acción era justa o no. ¿Me había persignado correctamente, en el momento justo, en el modo adecuado y con la intención correcta? Pero la culpa es solo su disfraz, es la vergüenza lo que en realidad está trabajando.
El sentimiento de culpa trabaja en el interior de la jurisdicción de la razón porque se necesita usar la razón para decir: “Esta acción es equivocada”. La razón nos permite confrontar la acción la ley moral: y si la acción es carente o contraria a la moral, esa abre la puerta al sentimiento de culpa.
Pero los escrúpulos y la razón no tienen nada que ver unos con otros. Si bien parece que yo misma me recrimine mi acción equivocada, en realidad estoy atrapada en la idea de que no he realizado la acción a la perfección, soy depravada-equivocada no solo en mis elecciones sino en mi naturaleza.
Aprender a ver que mi miedo se basa en la vergüenza, más que en el sentimiento de culpa, me ayuda a no consumir energía intentando encontrar lo ilógico en un pensamiento escrupuloso. Me ha ayudado a no entrar en pánico cuando me preocupo porque estoy haciéndolo mal. Si hay algo concreto de lo que arrepentirme, lo hago, y si estoy paralizada por el ansia, me detengo y me recuerdo que Dios me ama, que no soy una causa perdida, y así sigo adelante en mi día a día. Estoy contenta de tener el sentimiento de culpa, pero la vergüenza no tiene lugar alguno en alguien tan tremendamente amada por Dios.
Anna O’Neil se ha licenciado en el Thomas More College of Liberal Arts. Le encantan las vacas, la confesión y el amarillo, no necesariamente en ese orden. Vive en Rhode Island con su marido e hijo y trata de recordar que, como dijo Chesterton, “si vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo mal”.