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Papás y el futuro de la fe

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Thomas McDonald - publicado el 23/07/16
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Cuando papá dice algo importante sobre ir a la iglesia, hay mayores posibilidades de que los niños permanezcanHay dos cosas que recuerdo del catolicismo de mi padre: nunca faltaba a una misa y nunca, ni una sola vez que recuerde, me habló de fe. Fue acomodador en la iglesia toda su vida, desde los 14 a los 90 años, cuando el cáncer lo debilitó demasiado como para pasar la cesta. Todos los domingos y los días sagrados, allí estaba mi padre. Nunca se sentaba con nosotros durante la misa porque tenía tareas que hacer como acomodador. No recuerdo haberle oído pronunciar nunca el nombre de Jesús o leer la Biblia. Nunca le escuché rezar otra cosa que no fuera cuando bendecía la cena.

Desde mi infancia, he conocido docenas de hombres exactamente como él. Era tan probable que aparecieran en misa sin pantalones como que lo hicieran sin chaqueta y corbata. A no ser que hubieras perdido una pierna ese día, faltar a misa no era una opción. También se ofrecían como voluntarios en su tiempo libre. Hacían posible que se celebrara el pícnic anual (papá era un mañoso “pelaostras”) y ayudaba a limpiar y conservar la iglesia. Papá trabajó en comedores de beneficencia hasta bien entrados sus 80 años, hasta que el Estado de Nueva Jersey, por alguna ridícula razón, decidió que las parroquias ya no podían repartir comidas a quien lo necesitara.

Uno de los mayores fracasos de la era postconciliar fue hacer que hombres como mi padre sintieran que su simple fe no era digna de esta nueva Iglesia. Los católicos que hablan de la necesidad de tener una “relación personal con Jesús” me ponen de los nervios, porque están arrinconando fuera de la Iglesia a hombres como mi padre y otros millones como él. Está bien, quizás sea incluso preferible, tener una comprensión profunda de la fe y de lo relacionado con ella, pero los sacramentos de la Iglesia funcionan se tenga o no una comprensión profunda y una “participación activa”. Responden a la sencilla devoción del hombre medio. En parte, ahí está el genio del catolicismo: es suficiente con una fe sencilla vivida en Jesús y en la práctica de los sacramentos. No se deja a nadie al margen porque no capte cierta sutileza teológica o no experimente una respuesta emocional intensa. Con la fe y con la acción, las puertas del Reino también se abren para ellos.

Adorar a Dios, confiar en la Iglesia, participar en los sacramentos, realizar actos de misericordia y tal vez susurrar el Ave María o la oración a san Antonio cuando se han perdido las llaves del coche, era suficiente para estos hombres.

Pero luego empezaron a escuchar que con eso no bastaba. No se trataba de las cosas que hicieras, sino de lo que sintieras. Esto fue producto de los tiempos más que del Concilio, pero ambos coincidieron en hacer de la Iglesia un lugar menos cómodo para hombres como mi padre. Y cuando los hombres empiezan a irse —como de hecho hicieron—, sus hijos suelen ir detrás.

Los padres determinan el futuro de la Fe

En 1994 los suizos constataron algo sobre la asistencia a misa que, por entonces, resultó un hecho sorprendente: la práctica de la fe en las generaciones venideras venía determinada de forma abrumadora por la participación de los padres. Si una madre va a misa regularmente y el padre no, sólo el 2% de los hijos irán a misa con regularidad. Sin embargo, si ambos padres son practicantes, el 37% de los hijos serán practicantes regulares y el 41% de ellos irán a misa de forma esporádica. Lo raro es que cuando se invierte la situación —padre practicante y madre no— sucede exactamente lo contrario: el número de hijos que se convertirán en asiduos practicantes sube hasta un 44%.

Las puras verdades de los roles tradicionales no pueden extraerse de la psique ni ocultar con corrección política. Un padre podrá criar y la madre podrá ser el sustento de la familia, pero siempre recurrimos a uno u otro para ciertos modelos conductuales. Si te hace sentir mejor, podemos llamar a esos modelos socialmente condicionados, pero eso no los hacen menos arraigados. Sea cual sea la forma que tengamos de vivir nuestros modelos parentales (y mi familia es de todo menos convencional), hay un cierto sentido que relaciona la imagen de la Madre con el hogar y la infancia, y la imagen del Padre con el mundo y la adultez. Si el padre no participa en el culto, entonces el culto se asocia sólo a la madre, lo que crea sentimiento persistente de que eso es parte del hogar y de la juventud que se deja atrás en la transición a la edad adulta.

La sociedad contemporánea occidental ha golpeado los cimientos de la civilización al desechar conceptos fijos como la familia, el matrimonio, la educación y el sexo (astutamente alterado hasta el concepto de “género” por los manipuladores del lenguaje). En el proceso, el papel del hombre en la educación de los hijos ha quedado devaluado y el ideal de la simple masculinidad se ha convertido casi en un chiste. Generaciones enteras de hombres se resumieron exitosamente en el tipo de Gary Cooper: fuerte, callado, defensor de lo justo y de los oprimidos, sensible y capaz de amar sin ser ostentoso ni verboso. Ahora se supone que tenemos que considerar ese tipo de hombría o virilidad como “masculinidad tóxica”, un término mezquino empleado para redefinir la masculinidad eliminando sus características distintivas. No se trata de “feminizar” a los hombres, escribe alguien, sino de “humanizarles”, como si los rasgos del hombre tradicional fueran infrahumanos.

Así que no debería sorprender que los cambiantes ideales de masculinidad y paternidad hayan encontrado expresión dentro de la Iglesia.

Hay hombres que viven su fe pero que probablemente no quieran hablar demasiado de ello. También son los mismos hombres que legan la fe a sus hijos. Claro está que nuestro entendimiento puede ampliarse para incluir a hombres que tengan un sentido más profundo de la fe, pero no por ello hay que abandonar a los que viven su piedad con sencillez.

Moldeando la paternidad y la fe

Conozco a una mujer, a la que llamaremos Anne, que viene de un matrimonio mixto. Su madre es católica y su padre se crió presbiteriano, aunque él no perseveró en su fe. Antes de casarse, sus padres acordaron que los hijos se criarían en el catolicismo.

El padre tenía varias opciones. Podría haberse resistido, para conflicto del matrimonio y de la familia. Podría haber insistido en una educación dual de las fes, para confusión de los hijos. Podría haberse quedado en casa mientras su familia iba a misa, para debilitamiento de la fe de sus hijos, que se preguntarían “¿por qué no va papá con nosotros?”.

Eligió otra opción: mientras criaran a los niños, iría a misa con su familia sin recibir la comunión. Por el bien de los niños, mostraría cómo obra una familia que celebra su fe unida. No debió haber sido fácil, pero honró su promesa de criar a sus hijos como católicos, y dos de esos tres hijos siguen siendo católicos practicantes, mientras que el tercero es evangélico.

Hablamos de un padre que ni siquiera era católico y que, con su mera presencia modeló una actitud dentro de la fe que desembocó, contra todo pronóstico, en una progenie de activos cristianos con dos tercios fieles católicos.

Estuve fuera de la Iglesia 15 años antes de regresar. Tanto la paternidad como una experiencia religiosa dieron la vuelta a mi vida prácticamente al mismo tiempo, lo que me llevó a replantearme mi concepto de Iglesia de mi juventud. Quería ser un ejemplo para mis hijos, quería ofrecerles lo que mi padre me dio: una infancia en la que la familia vivía y practicaba su fe unida.

Criar a los hijos sin eso es un tipo de pobreza. Forma parte de lo que les dejamos en herencia, junto con nuestros genes, las tradiciones y las historias y valores familiares. Una familia creyente es un baluarte contra las tinieblas que presionan eternamente a los límites de la civilización, una oscuridad exaltada por el hombre moderno. Y sin la fe del padre, la oscuridad gana.

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